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El primer día de universidad puede pasar de todo. Ese momento en que trescientas caras anónimas entran por primera vez en una clase que parece un teatro da para muchas anécdotas. El aula magna de Pamplona tenía escaleras y tantas filas de butacas que en ... las últimas, las más altas, parecían un gallinero.
En la facultad estudiaba gente de toda España, lo descubrí ese primer día: casi se podía dibujar un mapa geográfico de oídas. Quizá fue por el acento, o por algo más indecoroso que luego siempre me negó, pero al cabo de un par de frases con un grupo, un tipo melenudo que acabaría convertido en mi mejor amigo se aceró y me preguntó con gesto de falsa ignorancia que de dónde era. De Santander, le dije. Fue fácil interpretar su reacción. Siempre había querido conocer a un santanderino, me confesó. Y entonces empezó a contarme su historia. Era de Gijón, y al parecer, durante su infancia, había hecho dos excursiones con el colegio para visitar nuestro Museo de Prehistoria y Arqueología. Echaban el día entero para venir, me dijo con un tono acusador como si yo pudiera enmendarlo. Madrugaban, se montaban en un autobús desde Asturias, y al cabo de muchas horas –entonces la autovía era una carretera comarcal– llegaban a un museo que las dos veces les recibió inundado. ¡Las dos veces!, insistió alucinado con ese tono cantarín que sólo los asturianos saben poner sin resultar violento. No se lo negué, sabía que los bajos de Puertochico se llenaban de agua cuando llovía demasiado.
¿Cómo está ahora aquello?, me preguntó. Creo que seco, le dije, y nos echamos a reír. Después de aquello, sus bromas sobre Santander y su política museística me acompañaron durante los cuatro años de carrera. Esa conversación sucedió en 1999. Hoy en día, mi amigo trabaja en Univisión, en Miami, y hablamos con frecuencia de nuestros trabajos, de los retos a los que él se enfrenta en un país que tiene a Trump como presidente. Yo le cuento los míos, en una comunidad que tiene al bipartito del PRC-PSOE con el cetro de poder a cuatro manos. ¿Qué tal tienes el museo?, me pregunta a veces. Igual de seco, le digo veinte años después, ahora lo que se inundan son los solares. Pero ninguno de los dos nos reímos.
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