La solidaridad cántabra llega a Bucha, el corazón de la tragedia europea
EL VIAJE DE LA AYUDA A UCRANIA ·
Dos de las más de veinte toneladas de material humanitario fueron descargadas en un centro de refugiados de la ciudad, uno de los tristes iconos de la guerra
La despedida en Mukáchevo estuvo presidida por un silencio digno de un funeral. Los responsables del óblast y de la ayuda humanitaria y la asistencia a los refugiados de Transcarpatia nos estrecharon las manos con solemnidad antes de subirnos al camión compacto en el que Marian Shkoba, el joven conductor ucraniano, y yo debíamos recorrer los casi 800 kilómetros que separan la ciudad de Bucha, pequeña localidad situada al noroeste de Kiev. Tristemente famosa en todo el mundo tras la imágenes de los asesinatos indiscriminados de más de 450 civiles realizados por las tropas rusas antes de replegarse hacia el este y el sur de Ucrania, la urbe, controlada ahora por el Ejército nacional, suponía todo un reto tanto a nivel logístico y emocional como periodístico. Los dos chalecos antibalas, con placas de más de un centímetro de grosor, con que nos surtieron antes de emprender la marcha contribuyeron a incrementar las intensas sensaciones del momento. También me habían ofrecido un casco –«pero solo protege de las piedras», recalcaron– y un visor monocular con sistemas de visión térmica y nocturna, que decliné por entender que la detección de posibles invasores excedía mis competencias informativas. La ausencia de traductor durante el recorrido, notificada escasas horas antes del inicio del trayecto, fue otro de los aspectos que iban a marcar el itinerario.
Partimos después de comer bajo un sol de justicia, que nada tiene que envidiar al del levante español. Recorremos los primeros kilómetros en silencio, y compruebo con alivio que el conductor, pese a su juventud –tiene 26 años, pelo rubio de corte militar y cara seria pero afable, con rasgos que recuerdan a un boxeador–, maneja el vehículo con tanta destreza como prudencia, lo cual, puestos a cruzar medio país en un viaje que finalizará a media mañana del siguiente día, es una buena noticia. Marian viste un pantalón corto de chandal, un polo azul de su empresa de transportes y unas chanclas de cuero con hebillas que esconden los agujeros de sus calcetines. Eso lo descubro cuando, al poco, me invita a través de señas a descalzarme mientras él hace lo propio. El calor es intenso y decido que es buena idea. El gesto parece generar cierta complicidad, que le lleva a preguntarme, señalando la radio del camión, si me molesta que ponga música. Ante mi negativa, empiezan a sonar canciones en ucraniano a un volumen que, aunque soy malo para esos cálculos, debe rondar los doscientos decibelios. El llamativo conglomerado de temas incluye canciones que recuerdan a Julio Iglesias cantando letras cirílicas con otras de carácter folclórico, que a menudo se plantean sobre potentes bases electrónicas. El camión, cargado hasta los topes y que transita dando tumbos por la sinuosa carretera hacia Stryi, se convierte en una discoteca ambulante.
En el norte del país los controles se convierten en auténticos búnkeres fortificados y con gran número de militares
Entre el inicio de la invasión y su retirada en marzo, los rusos asesinaron en Bucha a más de 450 civiles
A medida que avanzamos hacia Leópolis, la gran ciudad del este ucraniano que marca el ecuador del viaje, se van sucediendo los controles de policías y soldados. A medida que avanzamos, crecen en proporciones y número de efectivos. En muchos de ellos se obliga a los vehículos a realizar varios zigzags con grandes bloques de cemento, a cuyos costados han levantado auténticos búnkeres con sacos de arena y enormes ruedas de camiones y tractores. También dejamos atrás infinidad de gasolineras con colas kilométricas de vehículos que aguardan su turno para conseguir combustible. Cuando pregunto al conductor por la cantidad de diésel del camión, me muestra un fajo de las tarjetas de la Administración militar que sirven para poder conseguirlo. Con lo que no contamos es con que si se agota, las tarjetas no sirven de nada. Y eso es lo que pasa. Por ello, cuando el depósito entra en reserva, tenemos que hacer noche en una gasolinera, con la esperanza de que por la mañana haya combustible. Así ocurre, y sobre las nueve de la mañana llegamos al extrarradio de Bucha, nuestro destino.
Devastación y esperanza
Ya desde las primeras calles que atravesamos se percibe perfectamente el rastro de destrucción provocado por el ejército ruso. Muchos edificios aparecen destrozados por los obuses y los bombardeos. Los coches reventados, quemados o agujereados por las balas también son una constante del paisaje urbano. Llegamos en un sepulcral silencio a la base militar donde nos recibe el responsable de la Administración del distrito. Tras una reunión con varios militares y ya con los pertinentes permisos nos dirigimos, escoltados por varios todoterrenos, hasta el centro en el que almacenan y gestionan toda la ayuda humanitaria. En el aparcamiento exterior, otro camión con una bandera española descarga su material. También hay agrupada una gran cantidad de palés con el distintivo de Naciones Unidas. Tardamos una hora en vaciar el vehículo y, cuando acabamos, aparecen ante nosotros cajas y más cajas de comida para niños, adultos y mascotas, otras de medicamentos, batas y mascarillas. También hay muchas con ropa y calzado. Aquí está, por fin. La solidaridad cántabra ha llegado al corazón de la tragedia europea.
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