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En 1918, el Ayuntamiento de Santander puso en marcha una 'Suscripción Pro-Higiene' para que los ciudadanos que dispusieran de 'posibles' cooperaran con la institución mediante aportaciones. Se disparaban los gastos, las noticias sobre la gripe española empezaban a cuajar en una triste realidad cotidiana ... y hacía falta dinero. No fueron las cosas en principio nada bien al respecto. Hasta el punto de que El Diario Montañés publicaba el día 27 de septiembre que el alcalde, señor Pereda Elordi, estaba «descontento del público por no responder a la suscripción, que beneficia en general a todo el pueblo. Veo que hasta ahora, con muy contadas excepciones, sólo han contribuido los concejales». Algo era algo.
La primera medida promocional que se adoptó sobre el asunto fue colocar en calles y edificios unos carteles que rezaban: 'Quien higieniza la vivienda del prójimo, defiende la propia. Se admiten donativos'.
En cuanto empezó a registrarse un goteo de aportaciones, este periódico levantó acta de él mediante las notas oficiales. Ejemplos: Don Manuel Breñosa, 10 pesetas; don Jenaro Lasso de la Vega, 10 pesetas; don Alberto Rodríguez, 2,50; don Carlos Rodríguez, 2,50; don Francisco Iribarren, 15 pesetas; don Gerardo Sainz de Miera, 15 pesetas... Pronto se llegaría a las 1.000, cifra ya considerable. Día tras día, en mayores o menores cantidades, la colaboración vecinal no cesaba.
Mientras la cadena de contagios y defunciones aumentaba, el alcalde de la capital cántabra visitó «con el doctor Morales el Pabellón de Infecciosos situado en los Arenales de Maliaño, encontrándole en buen estado de limpieza e higiene». Se añadía en la información de El Diario Montañés que el recinto dispondría en breve de las «camas, colchones y almohadas necesarias para dotarle en condiciones si llegase el caso de utilizarse». También comprobó el señor Pereda Elordi la «estufa de desinfección» montada. El texto indicaba como epílogo que «siguiendo órdenes de la Alcaldía y como una medida de previsión, el señor bacteriólogo municipal realizará análisis diarios de las aguas de que se surte la ciudad».
Mentalizar a un notable segmento de la población sobre la importancia que tenía extremar las precauciones en materia de higiene resultaba entonces -y hoy, según demuestran los hechos- una tarea complicadísima. Por tal razón se formarían comitivas municipales integradas, entre otros, por tenientes de alcalde, médicos y guardias, para realizar 'visitas domiciliarias'. Su misión, denunciar a «las casas que no se hallen en condiciones y sus patios se encuentren sucios. A todas las denuncias que se formulen se les dará curso inmediato y previa notificación a los propietarios se les conminará para que ejecuten las obras necesarias». De no hacerlo, multa.
El panorama no era alentador ni en nuestra provincia ni en otras de España. Noticias procedentes de Madrid se referían a la posibilidad de que se aplazara la apertura de las Cortes y a que el rector de la Universidad Central se reuniría con sus colegas de otras facultades para tratar «la conveniencia o no de aplazar la apertura del curso, en vista de la epidemia reinante».
Del estado general de las cosas da buena idea la información publicada por El Diario Montañés el sábado 28 de septiembre. Reunido con los periodistas, el Gobernador civil comunicaba que había recibido la visita del Inspector Provincial de Sanidad «para darle cuenta de las medidas de previsión que había iniciado para evitar la propagación de la gripe y la invasión de cualquier otra enfermedad epidémica. Entre los edificios que el doctor Morales denunció al Gobernador por no reunir las condiciones que aconseja la higiene en los actuales momentos figura el Gobierno Civil, especialmente por las pésimas condiciones en que en tal sentido adolece la parte destinada a oficinas de Hacienda».
¿Y qué pasó? «El señor Gobernador telegrafió inmediatamente al ministro de la Gobernación pidiéndole autorización para proceder a las obras necesarias en aquella parte del edificio para provocar su higienización o de otra manera proceder a su clausura». Ante tal noticia, seguro que más de un ciudadano pensó en eso de «en todas partes cuecen habas, y en mi casa a calderadas».
Entre rumores de todo pelaje y anuncios de pócimas milagrosas para curar el mal de la gripe española y otros que aquejaban al pueblo, empezaban a publicarse anuncios de vacunas para combatir catarros, problemas respiratorios, etc. Citaré a modo de ejemplo uno de estas mismas páginas en 1918: «Verdadera vacuna suiza del Instituto de Sueroterapia y Vacunación de Berna, bajo la dirección científica del profesor Tavel. El éxito de la vacunación depende, en primer término, de la calidad de la vacuna. Resultados positivos: 89 por 100 en las vacunaciones, 66 por 100 en las revacunaciones». Las vacunas se convertían aquí, en el resto de nuestra nación y en las demás, en sinónimo de esperanza. Como un siglo después.
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