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La puerta pesa tanto que hay que hacer fuerza incluso con las piernas para abrir el portal. Luego la bisagra cede y se accede al pasillo, al ascensor, después a la casa de Lucilda Méndez y su confortable sofá, y uno piensa cómo es posible que una mujer con tantas operaciones a la espalda –hernias y lesiones– pueda salir y entrar de semejante fortaleza. «Siempre espero a que algún vecino me ayude», dice como si desvelara un truco elemental para mejorar un guiso. La paciencia le da la fe en ese empujón ajeno que le permite avanzar. Es lo que necesita a sus 84 años para hacer su vida como quiere, ese 'empujón' de otro y que en casa se lo da Alicia Rodríguez, la trabajadora que cada mañana acude a verla desde que contrató hace 14 años el Servicio de Ayuda a Domicilio (SAD) del Ayuntamiento de Santander. «Ayudo en lo que la persona quiera, desde hacer unos recados a limpiar, no hay nada establecido porque cada servicio requiere de ayudas diferentes», explica Alicia, y Lucilda continúa la frase como si se diera a sí misma una orden: «¡Hay que colaborar! Yo la ayudo para no añoñarme».
La casa está impoluta, las articulaciones de Lucilda, no tanto, y sin embargo no ceja en «hacer su casa»: el peso lo levanta Alicia, lo demás, el empeño de Lucilda de valerse por sí misma. Porque ahí está la otra cara de la ayuda que prestan los servicios sociales de Cantabria, el apoyo necesario para que los mayores mantengan en la medida de lo posible su independencia en su hogar.
Es el caso de Aurelia Domínguez, que al enviudar, hace cuatro años, vino a Santander a vivir con su hija y su yerno, y a pesar del bastón y la movilidad cada vez más delicada, «se queda sola en casa con total tranquilidad». Esa libertad surge de la medalla que lleva colgada del pecho, un botón rojo que tendrá que apretar en el instante en que necesite asistencia médica y no haya nadie cerca que le ayude. El servicio lo presta en la capital la empresa Atenzia a través del Icass (Instituto Cántabro de Servicios Sociales). «No tardaron ni quince días en instalarlo desde que llamamos», dice Aurelia, que ya usaba el servicio en Palencia, donde residía con su marido. Ahora, en Santander, «sale y entra, va a jugar la partida de brisca», pero lo primero que hace cuando llega a casa es colgarse la medalla: «Me siento amparada», dice, y la forma en que acaricia el botón recuerda al afecto con el que rozan quienes rezan las imágenes de Vírgenes. La medalla es como un camafeo, sólo que liviano y de plástico. En el dormitorio tiene la instalación fija. «Apenas tengo estabilidad, cuidé mucho de mi marido, y coger peso me ha pasado factura», dice. Renegó del bastón, pero ahora lo lleva con soltura, y después de que en el centro social de General Dávila le hayan recibido «con los brazos abiertos», y de que en casa la lleven y la traigan en coche, «no puedo pedir más», dice, y sonríe: «Feliz. Estoy feliz». «Y disfruta de su independencia, que es lo más importante», añade su hija.
Según la empresa que gestiona el Servicio de Ayuda a Domicilio en Santander, Ilunion, en el municipio hay 930 personas que reciben algún tipo de ayuda. El servicio, que cuenta con 142 trabajadores, se orienta a personas «con una dependencia no muy grande, o en caso de existir esta, es decir personas encamadas y totalmente dependientes, el servicio va destinado a descargar a la familia, como medida de apoyo a la misma», según el Ayuntamiento.
«Hay gente que no tiene nadie con quien hablar, e incluso para eso este servicio es una gran ayuda», explica Lucilda, que a las once de la mañana ve cómo Alicia deja su casa y se queda sola: «Se va como una palomita, volando hacia otra casa donde igual la necesitan más que yo». Porque Lucilda, por ahora, sale, va al cine Los Ángeles, sube y baja la cuesta que lleva a su casa y sí, abre la pesada puerta de su portal: con ayuda, pero la abre. No es el caso, por ejemplo de Enrique Cavallé. Lo de salir lo ve algo prescindible: «No es que no me interese la gente, es que me cansa hablar», dice. Asomado a una soberbia vista de la bahía desde su piso, huele a pintura al óleo en el salón. Vive en un cuarto sin ascensor, pero cuando toca subir y bajar, bastón en mano, lo hace: «Tienen buena pisada estos peldaños», dice.
A Enrique le operaron de una hidrocefalia y desde hace tres años recibe la ayuda a domicilio. En una habitación tiene el taller donde aún pinta, batas blancas llenas de colores, frascos abiertos, pintura húmeda mezclada: «¡Enséñeselos!, le anima Sara, la trabajadora que pasa con él las mañanas de los martes, miércoles y jueves. Tareas de la casa, «poner un oído mientras se ducha», ayudarle con la higiene o incluso acompañarle al médico, a eso se dedica. «Hoy tenemos a las doce», le dice, no sin antes repasar cada uno de los lienzos que hay en el salón como testigos vivos de la vida de Enrique; carteles de exposiciones, retratos al carboncillo de mujeres delicadas. Hay tantos vinilos y libros como pinceles amontonados en botes. Sara sabe cuál es cuál, son muchas horas juntos y en esa complicidad está la 'otra' ayuda que le presta. «Me dedico a esto desde hace doce años y me gusta», y añade Enrique : «Y además lo demuestra».
Es curioso cómo en las parejas de asistente y usuario, entre ambos se completan las frases. La bata blanca con el logo del Ayuntamiento no impide un grado de complicidad que permite salvar las distancias de una persona ajena a la familia y se adentra en el ámbito de lo privado: «Este es su favorito», dice Enrique respecto al lienzo que ella prefiere, el más grande que corona el salón. Es Bárcena Mayor, donde tuvo un albergue por el que pasaron buena parte de los niños santanderinos en los 80. Enrique se emociona cuando lo recuerda, y es entonces cuando Sara sale en su ayuda para evitar que la tristeza le quite de hablar, de mirar, de ver el paisaje: «No es simplemente ayuda, es colaboración y apoyo lo que hacemos, y que se sientan útiles», dice Sara, y enseguida señala que no todos los casos son iguales, no todos necesitan lo mismo. Algunos mayores, incluso, aún no requieren nada.
El tiempo va pasando por cada persona de forma diferente, y el peso de lo físico, de lo emocional, deja huellas que en el entorno de la propia casa son visibles. Pepita García es un ejemplo de cómo la salud va unida a una firme intención de seguir adelante con una vida independiente. Su casa está habitada por imágenes en blanco y negro antiguas, fotos de nietos con cámaras digitales y el periódico del día. Todo tiene su razón de ser para esta mujer de 83 años que repasa las páginas de El Diario con la atención con que vigila la programación del Palacio de Festivales cada temporada.
Asidua al teatro y la danza, lleva la medalla del servicio de teleasistencia «por si acaso», pero ha viajado cuatro veces a Helsinki a visitar a su hija y tiene intención de seguir yendo al cine a pesar de que hasta el Corte Inglés no quiere llegar. A Lucilda le pasa igual: «Un día perdí el último autobús y lo que me costó el taxi de vuelta fue una barbaridad con la pensión que cobro». Vivir sola en el caso de Pepita no sólo es la opción, sino que con el tiempo ha sido su elección. «Cuesta al principio», confiesa después de 16 años viviendo sola tras la muerte de su marido, «pero te vas acostumbrando. Yo me arreglo estupendamente», y así seguirá mientras pueda.
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