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Hay que subir a Tudanca. Los caminos del Nansa se entremezclan con los emboques del Zurdo de Bielva, con la maravilla extrema de la cueva de El Soplao, con el conjunto rupestre de la cueva de Chufín, con las apariciones marianas de Garabandal ... y, al final del viaje, con el capricho arquitectónico, indiano y perediano de la Casona, vital morada de José María de Cossío.
Mercedes Muriente nos ha abierto sus puertas y también sus secretos. La plata peruana nos deslumbra, como el marfil filipino del Cristo crucificado que preside la sala donde Cossío comenzó su vocación bibliofílica. En la capilla, la Macarena echa de menos las oraciones del diestro Joselito. Los aposentos han protegido los sueños de célebres poetas, toreros y futbolistas, mientras que la cama de campaña, botín de guerra del general Gregorio de la Cuesta, tiene aprisionadas las pesadillas del ejército de Napoleón.
Hemos descubierto la habitación secreta debajo de la alcoba de Cossío. Qué pena que Miguel Hernández no aceptara la invitación para venir a esconderse a Tudanca durante su persecución. Cuánta riqueza lírica se hubiera preservado con su talento vivo, libre de enfermedades y prisiones a los pies inspiradores de Peña Sagra.
La creación literaria irradia las estancias con sus famosos manuscritos, patrimonio de almas concentrado en palabras de puño y letra. Ante los originales, compruebo la pulcritud de la copia de 'La familia de Pascual Duarte' que Cela escribió a mano, con sus tachones, faltas de ortografía y apuntes de quemaduras de sus cigarrillos; y mi favorito, los renglones de Rafael Alberti con la portería que dibujó para introducirnos en su Oda a Platko.
No hay viaje pleno si no se visita la Casona de Tudanca. Es el Shangri-La de las montañas de Cantabria. Allí descansa la esencia de la poesía española del siglo XX, entre la mística y la armonía de miles de libros encantados. Quizás no sea tan conocida ni reconocida como se merece, pero casi mejor. Que sea joya discreta y exclusiva nuestra, sin salteadores contra los que haya que disparar desde las aspilleras que defienden su puerta.
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