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Irrumpían los primeros rayos de sol de la mañana entre los ventanos del maloliente barracón 17 de Mauthausen, recién estrenado septiembre de 1940, cuando el cántabro José Lázaro Nates alzó la mano en un gesto que le salvó la vida. Postularse para el trabajo de limpieza de aquel lugar lo mantuvo durante cinco años apartado de las penalidades que acabaron con la vida de miles de prisioneros víctimas de los trabajos en la cantera, de las bajas temperaturas del invierno austriaco –hasta 30 grados bajo cero– y del salvajismo despiadado de los guardias. Aquel gesto, seguramente, permite que hoy, a sus 93 años, sea uno de los dos testimonios cántabros vivos, junto al de Ramiro Santisteban (95 años), de lo que se vivió en aquel infierno.
Mucho se ha hablado de los seis millones de judíos que perdieron la vida en el holocausto, pero la maquinaria criminal alemana terminó también con miles de vidas de polacos, rusos y también españoles. Terminada la Guerra Civil, más de 9.380 republicanos españoles que huyeron a Francia terminaron con sus huesos en campos de concentración nazis. Entre ellos, al menos cien cántabros.
«El problema para los españoles viene cuando interviene la Gestapo, la policía secreta oficial de la Alemania nazi. Entonces llega la clasificación de prisioneros. Los españoles no son presos comunes, sino 'rojos españoles'. No era una distinción racial, sino política, pero que marcó el modo en que fueron tratados», acredita José Manuel Puente, autor del libro 'Cántabros en los campos de exterminio nazis', de la editorial Librucos, que se presenta este jueves en el Parlamento regional y recorre con detalle este episodio de la Historia.
La huida a Francia con la victoria de Franco en España fue para muchos españoles la única alternativa a la muerte. Muchos cayeron en manos de los alemanes en Dunkerque, en junio de 1940, pero también días después en la frontera con Alemania y Suiza. Otros se enrolaron más tarde en la resistencia francesa y volvieron a caer tiempo después. «De los cien que terminaron en campos de concentración, hasta ochenta fueron a parar a Mauthausen. El resto terminó en otros campos como Sachsenhausen, Neuengamme, Bergen Belsen...», narra Puente.
El carácter del español de la época, marcado por el activismo político, sirvió para forjar una comunidad con cierta influencia. Accedieron a trabajos de privilegio. Un cargo en la enfermería, en la cocina o en la secretaría podía salvar de la criba a muchos compatriotas si se actuaba con cautela e inteligencia. «La primera célula de organización de Mauthausen se gestó un día de verano del 1941, cuando reunieron a todos los prisioneros en el centro del campo de concentración para una desinfección general», relata el investigador. Estaban desnudos, enfermos, desnutridos y humillados; pero todos allí reunidos entraron en contacto para urdir el germen de su estructura de favores. Los compatriotas se ayudaban y el objetivo siempre era eludir la muerte.
La astucia personal y la capacidad de aguante eran un pasaporte hacia la salvación. «Todo el mundo procuraba eludir la enfermería, por muy perjudicados que estuvieran, porque era el camino hacia la muerte segura. Si no servías para trabajar, morías».
Cuenta en sus memorias la manera en que salvó la vida como voluntario para limpiar el barracón de Mauthausen donde dormía. Ese trabajo le alejó de la peor cara del cautiverio de cinco años. El buen humor y la forma en que relativizaba su situación le ayudaron a conservar el ánimo para seguir vivo:«No me tomaba las cosas dramáticamente». Ha dedicado su vida a viajar por el mundo. Hoy es demasiado mayor para hablar con este periódico, según su familia.
«Le recuerdo mirando la mancha negra de su pierna, como perdido en sus memorias», cuenta su sobrina, Soledad Santisteban, porque él ya no puede hablar. Ramiro sobrevivió a todas las penurias del campo, incluso a esa herida tras un accidente en Mauthausen. «Allí estaba con su hermano y su padre. Durante el día procuraban estar separados para no ser testigos del sufrimiento del otro. Cuando llegaba la noche, su alegría era reencontrarse».
Ese temor es un rasgo compartido por todos. Lo acreditan los testimonios de decenas de familiares que recuperan la memoria de los difuntos. «Donato Jesús de Cos fue el padre de mi marido. Nació en Rionansa, en 1895, y tuvo la mala suerte de ser teniente alcalde de esa localidad en 1936. Huyó con la entrada de los nacionales», relata su nuera, Mari Sol González. «Mandó decenas de cartas sobre sus vivencias en la guerra. Envió muchas antes de ser detenido». Proclamaba animoso que estaba dedicado a la lucha contra el fascismo alemán y alentaba a su hogar en Cantabria a abandonar el país rumbo a Latinoamérica, donde vivía otra rama familiar. «Nos contó cómo pasó la frontera a Francia, sin manta, sin comida, durmiendo sobre el hielo. Explicó que padeció unas fiebres reumáticas y palúdicas y cómo sobrellevó como pudo una herida de guerra. Todo aquello fue limando su salud y terminó por morir a los 45 años».
En Mauthausen también encontró su final Jerónimo José Cicero, nacido en Valdáliga en 1879. «Con sólo 12 años embarcó en un buque italiano en San Vicente de la Barquera y con 16 había dado la vuelta al mundo tres veces», evoca con admiración su nieto, Domingo Cicero. «Pasó por varios campos de concentración, entre ellos Mauthausen, y finalmente murió en el castillo de Hartheim, donde cuentan que experimentaban con la gente». En 1941, cuando se documenta su muerte, con 61 años, esas truculentas prácticas habían sido censuradas por la vertiente más católica de la Alemania nazi, con lo que es más probable que muriera gaseado o por la inyección letal.
Mayo de 1945 pone fin al infierno;pero hubo cuerpos a los que cinco años de penurias habían dejado una impronta de sufrimiento imborrable. Pese a la liberación, un buen número de presos no sobrevivió meses después. «De los cien cántabros que llegaron a los campos, salieron sólo unos treinta», acredita José Manuel Puente. En aquel tiempo, con el festejo de la victoria en la Gran Guerra, los españoles libres se encontraron en tierra de nadie. «El Gobierno francés, el polaco, el ruso... Todos pedían la llegada de sus ciudadanos. Pero a los españoles nadie los quería. Evidentemente Franco no los reclamó y ninguno de ellos se arriesgó a regresar». Pasaron hasta tres meses y fue Francia quien abrió sus puertas. «Así se explica que toda esta gente que libró la muerte en la Alemania nazi terminara haciendo su vida en Francia», asegura el historiador.
El trabajo de José Manuel Puente sirve ahora para rendir homenaje a todos; sobre todo a quienes corrieron la peor de las suertes. Esos alrededor de setenta montañeses que no superaron la sinrazón de la guerra y el holocausto. «Para ellos, especialmente, va dedicado este libro», proclama el autor.
José Manuel Puente, cronista habitual de la Historia de la región, ha enfocado el estudio del pasado cántabro casi como una obligación. «Al final somos unos pocos los que nos dedicamos a esto aquí», cuenta el autor de varios textos, entre ellos 'La Falange clandestina. Historia de Falange Española' y 'Una ciudad bajo las bombas. Bombardeos y refugios antiaéreos en el Santander republicano'. Hoy, jueves, presenta su último trabajo 'Cántabros en los campos de exterminio nazis' en el Parlamento regional. «Todo surgió tras una conversación con Miguel Ángel Solla, también historiador. De esto se había hablado en un documental, hace diez años, pero no se profundizó todo lo que se podía», recuerda. Recabó toda la información existente, habló con familiares de los fallecidos y elaboró un relato que se detiene en las personas. «Era fundamental poner cara a todas estas víctimas. Ha sido lo más duro, de hecho. Porque llega un momento en que tienes tanta información de alguien que llegas a empatizar, a coger verdadero cariño a la persona».
De entre todos extrae los casos que le calaron hondo. «Está el de Luciano Allende, de quien he logrado reconstruir casi toda la vida y que tiene una historia de heroicidad magnífica cuando se ocupó de ayudar a los compatriotas al final de la guerra. O de Laureano Pérez, que pertenecía a una célula del partido comunista francés y murió en Bergen Belsen, justo un mes después de la liberación. Son casos que me marcaron».
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