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La sucesión de los hechos, puesta negro sobre blanco, es tan fría como triste. El paciente con coronavirus fallece en el hospital después de semanas sin tener apenas contacto con sus seres queridos, es trasladado al depósito y la funeraria se encarga de llevarlo al cementerio. Todo ello en menos de 24 horas -el límite legal habitual se ha eliminado durante el estado de alarma- y sin pasar por un tanatorio. Sin que parientes y amigos puedan arropar a los familiares más cercanos. Ni siquiera pueden consolarse entre ellos porque si han convivido con la víctima pueden ser portadores. El Covid-19 lo ha cambiado todo. Hasta la forma de morir.
«Es tremendo. Como vienen del hospital y allí también hay restricciones no han podido ni despedirse. Las funerarias llegan directamente del depósito y aquí los seres queridos se encuentran con esto y sin esa etapa previa de duelo», apunta María Bolado, directora del cementerio municipal de Ciriego, en Santander. Este viernes, estas instalaciones acogieron hasta doce servicios, cuando lo normal, la media de cualquier jornada de abril en otras circunstancias, sería de tres o cuatro. Oficialmente, sólo dos de los fallecidos de este viernes habían muerto por coronavirus. A los que les han hecho la prueba. «Del resto, por las cifras que manejamos habitualmente, podemos sospechar que muchos también, pero no lo sabemos», subraya otro empleado del cementerio, donde estos días nadie puede llevar flores ni visitar a sus seres queridos. Sólo hay entierros, y mucho más austeros y reducidos que nunca.
Para los trabajadores de Ciriego, que se han repartido en dos turnos para no contagiarse entre ellos si alguno cae enfermo, lo peor no es la carga de trabajo. Esas cifras, en torno a la decena, son habituales durante el invierno. Los problemas tienen que ver más con la parte organizativa. Hasta hace tres semanas sabían con al menos 24 horas de antelación cómo iba a llegar el día siguiente. Ahora arrancan la mañana con dos servicios, pero a medida que suena el teléfono el número crece. Y tiene que ver, también, sobre todo, con la parte emocional. «Hacemos de psicólogos y les consolamos diciéndoles que cuando acabe esto podrán hacer un funeral o un acto como Dios manda», dice Bolado, quien reconoce que casi no duerme de la ansiedad que genera esta situación y que desde las 06.30 horas atiende el móvil de trabajo. «¿Cómo voy a hacer esperar a una gente que lo está pasando tan mal», explica.
El resto del proceso es similar. Una de las diferencias es que algunas familias que optan por la incineración dejan las cenizas en el depósito con la idea de hacer el acto más adelante. Algunas, porque prefieren dar el último adiós en compañía, y otras, porque han convivido con el fallecido y también están en cuarentena. No pueden ni recoger la urna.
De los responsos se encarga esta semana Juan José Ibáñez, sacerdote de la parroquia de Santa Lucía: «Anastasio, el capellán, vive en la residencia y por su edad no es recomendable que salga». Por eso otros religiosos de la diócesis se van rotando semanalmente.
Delante de una vidriera que representa «el Calvario, como el que vivimos», insiste a los tres representantes de la familia en que tienen la misión de transmitir el consuelo que reciben a los que no han podido ir y hubieran querido hacerlo. «Ha habido casos de personas con cuatro hijos que han tenido que elegir quién se quedaba fuera. Al dolor profundo se une esta soledad», dice Ibáñez, quien no recuerda despedidas tan dolorosas desde el 11-M, que a él le pilló de párroco en Vallecas, cuya iglesia acogió varios funerales.
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