Borrar
El último relato de un pueblo vacío
Rostros de la despoblación

El último relato de un pueblo vacío

Primera de la serie de entrevistas que se publicarán sobre los protagonistas de la exposición del fotógrafo Javier Rosendo, 'El paisaje de la memoria', donde retrata la huella de la despoblación en el valle Saja-Nansa | Concepción, vecina de Renedo de Cabuérniga, es la única persona que queda viva de Llandemozó

Lucía Alcolea

Santander

Domingo, 1 de diciembre 2024, 07:40

Bien podría ser Concepción Fernández Gómez hace ochenta años, u ochenta y cinco, un personaje de Miguel Delibes viviendo en un pueblo, como lo era Daniel, el Mochuelo, protagonista de 'El Camino'. Bien podría ser Concepción, de pequeña, como el joven 'delibesiano' que corría por un pueblo de montaña, solo que con otro nombre y en otro pueblo, distinto en unos aspectos e igual en otros.

Concepción tiene 91 años y nació en medio de dos hermanas en un lugar que ya no existe. Llandemozó se llamaba, compuesto por tres barrios de viviendas bajas en el Valle de Cabuérniga. Ahora es un alto con buenas vistas si la mirada no se escabulle entre los escombros, rostros desfigurados de las casas y rastros de seis vidas. La suya y la de cinco familias más. Lo relata silbando las palabras a golpe de bastón. Anclada en una silla en su vivienda de Renedo de Cabuérniga, la que habita en un pueblo que se deshabita. También.

Concepción Fernández sentada junto a su hermana Josefa. De pie, una vecina y su hija Mari Carmen. Cortesía de la familia

Tiene Concepción la geografía de un cuerpo donde parece haber transcurrido un universo y la lucidez intacta. La cara cuarteada por el sol ineludible del campo y las manos gruesas de haber podido con todo. «Nací en Llandemozó el 14 de noviembre de 1933 –explica–, un pueblo a unos cuarenta y cinco minutos andando de Renedo». «Éramos seis familias. Todos mayores, menos mis hermanas y yo y ya solo quedo yo. Había que subir y bajar a Renedo con albarcas por camberas llenas de barro.Se vivía mal», enfatiza Concepción y la imagen que proyecta se aleja del niño feliz y libre que explora el mundo rural y narra, más bien, una escena que evoca la atmósfera de Delibes en los Santos Inocentes. Hasta los trece años fue a la escuela, «que estaba en la casona donde has dejado el coche aparcado». Una edificación restaurada sin el solo eco de un niño. «Ya no existe, porque ahora casi no hay niños en el valle». Frío sí, «mucho», pero hambre no pasaron.

«Nos criamos relativamente bien, trabajando. Había que ir a vacas, a praos, a tierras, a guardar las ovejas con la talega atrás, que era una especie de saco donde metíamos la comida, y por la tarde acurriábamos las cabras». «¿Sabes lo que escaseaba? el café».

También el aceite, «pero mi madre mataba a una oveja y derretía la grasa, la ponía en una 'fuentuca' y cuando estaba seca, la colgaba porque quedaba como una torta y con eso freíamos las patatas».

Tenían buena salud y la robustez de respirar a la intemperie. «Yo hasta que no me vine a vivir a Renedo cuando me casé, a los 19 años, no conocí al médico, que subía en caballo a Llandemozó y se llamaba Don Fernando». Todos los días eran iguales. «En aquella vida –esgrime como si fuera una de las cien que parece haber vivido– no existían sábados ni domingos, cuando nevaba, teníamos que 'espalar' para abrir un camino y que los animales pacieran». Si no había pienso, «usábamos las hojas de los árboles de alimento para las ovejas, que luego apenas daban leche».

Concepción Fernández junto a su marido, Felipe Buenaga, y sus hijos Vicente, Mari Carmen, Felipe y Jesús. Cortesía de la familia

Concepción se casó con un joven que servía en una casa de Llandemozó. «Éramos vecinos y nos enamoramos», dice. Se marcharon a vivir a Renedo de Cabuérniga y tuvieron cuatro hijos. No rompieron el cordón umbilical con el barrio hasta que, años más tarde, sus padres «fueron los últimos en abandonar el pueblo» y ahí, ya sí, se convirtió en un sitio abandonado.

Concepción Fernández junto a su hija Mari Carmen, Vicente y Jesús. Foto cedida por la familia

«Mi hijo continúa subiendo porque tiene ahí los animales, pero tan solo hay una casa reformada y todo lo demás se cayó, no está». «Cuando la gente se va, se muere el pueblo».

Por eso a la mujer le da pena volver a este escenario de recuerdos esfumados. «Tan solo subimos una vez al año, el 14 de agosto, para celebrar la fiesta todos juntos, en familia», explica. Pero todos no, solamente van los que quedan, porque Concepción perdió a dos de sus hijos antes de tiempo. «Ha sido una vida difícil», asume y guarda silencio unos segundos para volver a tragarse la desgracia.

«Con todo, mire –enumera–, yo he ido en avión, en coche, en tren, en autobús y he vivido un año en Alemania, cuando uno es joven no piensa en esas cosas de la felicidad, simplemente tira con lo que viene, pero ahora uno echa la vista atrás y piensa».

¿Qué piensa? «que la vida es muy dura y ahora la gente vive de otra manera, pero ya no existe esa cosa de contar siempre con el vecino, porque los pueblos se están quedando vacíos».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

eldiariomontanes El último relato de un pueblo vacío