Borrar
Ansola
El vampiro del Coliseum

El vampiro del Coliseum

Leyendas de Cantabria ·

Un murciélago que vivió durante meses en el cine teatro sin que el personal consiguiera echarle dio lugar al chascarrillo

Aser Falagán

Santander

Sábado, 4 de diciembre 2021, 07:47

Antes de ser un hotel, el solar de Coliseum lo ocupaba un cine teatro con el mismo nombre. De hecho, la fachada actual se inspira en la del edificio art decó que le precedió: uno de los cines y escenarios más clásicos –si no el más– de Santander hasta los primeros noventa: con su gran pantalla, su escenario, sus multisalas y sus achaques en los últimos años, su ambigú y su vampiro. Porque, sí, a diferencia de otros teatros y edificios cántabros, el teatro inaugurado en 1933 con el nombre de María Lisarda Coliseum y reinaugurado en 1953, después de que un incendio lo destruyera en 1947, no estaba habitado por el espíritu de un difunto, sino por un no muerto.

Lo que ocurre es que en este caso la historia es perfectamente conocida y lo que se terminó transmitiendo por la ciudad era en realidad una broma. Porque la realidad es que aquel ser ni era un vampiro, ni chupaba sangre ni había llegado de Transilvania. En realidad esto último tampoco se puede asegurar, porque nunca nadie pudo comprobar su filiación, pero parece, en el mejor de los casos, extremadamente poco probable. Aquel vampiro ni siquiera era inmortal ni victoriano. Tampoco había sido en un tiempo, antes de morir, para más señas, humano. Pero existir, lo que se dice existir, sí que existió.

El vampiro que durante muchos meses habitó en Coliseum, no tenía en realidad nada de paranormal. De hecho, su presencia era de lo más normal e incluso por momento cotidiana, más allá del susto o desagrado que pudiera causar su presencia, que por otra parte la biología podría explicar sin ningún tipo de dificultad.

Porque el vampiro del Coliseum era sencillamente un murciélago que se coló en el edificio en la década de los ochenta y que hizo de él su hogar. Lo de vampiro, pues el chascarrillo que utilizaba incluso la familia Calzada, propietaria del inmueble, y que Juan Calzada siguió contando divertido incluso después de la desaparición del edificio.

Si por algo se le recuerda a aquel animal es sobre todo por lo tozudo que era, porque durante meses fue imposible echarle el lazo o del teatro. Pese a los intensos esfuerzos del personal por localizarle, nadie fue capaz de encontrar el lugar en el que había anidado, y al final no quedó más remedio que aceptar estoicamente su presencia y cruzar los dedos para que, fiel a su costumbre, se escondiera del público cuando la sala se llenaba como ocurría en la mayoría de los casos, sin molestar ni intervenir en el espectáculo. Claro que tampoco era así siempre.

Las propias condiciones del teatro, con un enorme patio de butacas superior en aforo al de la Sala Argenta y siempre en penumbra para las proyecciones y las funciones, lo convertían en un hábitat perfecto para el huidizo animal, que no se dejaba ver por los minicines ni por zonas en las que tuviera demasiado cerca el contacto humano. Le gustaban bastante más los techos altos y los espacios amplios y al final, tal vez molesto por el ruido y el ajetreo, lo habitual era que permitiera que el espectáculo tuviera lugar sin altercados, tanto las proyecciones de cine de la programación habitual como las funciones de teatro, sin intentar colarse de gorra.

Sin embargo, a veces ocurrían cosas. Cuando se producían algunos sonidos graves el animal, desorientado, abandonaba su escondite y comenzaba a aletear por la sala con el consiguiente revuelo del público, entre asustado y divertido y siempre sorprendido por la interrupción. La mayoría sorprendida; quienes conocían la historia, observando ya el paseo de turno del vampiro.

Una de las ocasiones en que ocurrió durante una función de Moncho Borrajo, un extraordinario repentista que demostró tener muchas tablas y optó por adaptarse, integrar al espontáneo en el espectáculo y dedicar al roedor una de sus improvisadas greguerías. Un buen modo de salir del paso y de quedarse con el público.

Y así siguió revoloteando el murciélago por las instalaciones hasta que un buen día, sin que nada nuevo ocurriera, alguien se percató de que llevaba bastante tiempo sin aparecer. Puede que muriera, que quedara escondido en un fortaleza de la soledad entre bambalinas o se marchara a conocer mundo; sencillamente no se supo nada más de él. Quizá se marchara en busca de un hogar más tranquilo o puede que sus restos reposen en un recóndito recoveco del antiguo María Lisarda, pero ese fue el final del vampiro –en realidad, del murciélago–, del Coliseum. Fue una de las historias que dejó aquel emblemático edificio, ese mismo que sobrevivió al incendio que en 1941 destruyó el centro delSantander histórico para que siete años más tarde le devoraran las llamas.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Publicidad

Publicidad

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

eldiariomontanes El vampiro del Coliseum