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Primero hubo incredulidad. Nadie pensó que el fuel vertido en las costas gallegas tras el siniestro del petrolero Prestige terminaría por recorrer kilómetros de mar hasta llegar a Cantabria; pero llegó. Las primeras manchas en la región se avistaron un 4 de diciembre de 2002 ... en las playas de Loredo, Langre, Galizano, Somo, Ajo, Berria y La Maruca. Ahora, transcurridos casi 20 años de aquello, algunos de los rostros más visibles de instituciones y colectivos que estuvieron más implicados en la lucha contra el chapapote se juntan en este reportaje para recordar el desastre ecológico. Un episodio que marcó un antes y un después en la forma en que la sociedad asumió la importancia de velar por el cuidado de la naturaleza.
«A partir de aquello el medio ambiente ya no era una cosa de los ecologistas, comenzó a preocuparle a todo el mundo y todos se sintieron responsables, de alguna manera, de lo sucedido», cuenta Felipe González (48 años), responsable de Seo/BirdLife, la organización que atendió aquellos meses a más de 1.000 aves afectadas por el vertido.
Es el más joven del grupo, que posa para la foto que ilustra la página sobre estas líneas. A su lado está José Luis Gil (74 años), que fuera consejero de Medio Ambiente cuando sucedió todo aquello; Emilio Corona (78 años), patrón mayor de la Cofradía de Pescadores de Santander, un colectivo que se echó al mar a 'pescar' fuel; y Jesús Mojas (88 años), presidente de la Asociación Costa Quebrada, un luchador que ha batallado siempre por la conservación de la costa que transcurre entre Santander y la desembocadura del Saja. Los cuatro se saludan con efusividad porque son viejos conocidos de aquel año fatídico en que unieron fuerzas para limpiar el mar. Luego empieza el relato, como si fuera la crónica de una batalla que empieza exactamente el 4 de diciembre de 2002.
«Lo primero que hicimos fue encargar un estudio para saber si el fuel iba a llegar», recuerda el exconsejero. Habló con los especialistas de Ingeniería Marina de la Escuela de Caminos -artífices de lo que después sería el Instituto de Hidráulica- y la respuesta fue clara: «Va a llegar». Incluso le dieron plazos y acertaron en todo.
Las primeras manchas se recogieron como pudieron y luego comenzó la gran movilización. «Aún recuerdo cómo venía gente de toda España», recuerda Gil. Voluntarios que llegaron a acampar en prados del Parque de la Naturaleza de Cabárceno porque la avalancha fue incontrolable.
Se contrató a más de 800 personas, «no quedó ni un parado en toda Cantabria», y ese ejército de personas vestidas de blanco con máscaras negras cubriéndoles los rostros se lanzaron a recoger la mayor cantidad de fuel posible.
Los pescadores, conscientes de que de ello dependía su modo de vida, se echaron al mar. «Preparamos los barcos, cargamos con contenedores de basura y empezamos a recoger esas placas de hasta cuatro centímetros de espesor que flotaban en el agua», recuerda Emilio Corona, que fue distinguido recientemente con un diploma por sus esfuerzos por coordinar a toda la flota cántabra en la lucha contra el petróleo. «Un día llegué a cargar en mi barco hasta 18.000 kilos», revela el entonces patrón del 'Brisas 2' y que fuera también Patrón Mayor de la Cofradía de Pescadores de Santander.
Lo importante era recoger la mancha antes de que se diluyera, de lo contrario la toxicidad terminaría por infectar el mar de manera irreversible. Todo ese fuel se transportaba a un centro de tratamiento de residuos en Santander donde se inertizaba. Después se enviaba a un vertedero del País Vasco.
Las aves marinas fueron las más afectadas. «Murieron muchas», lamenta el responsable de Seo/BirdLife. «Llegamos a recoger unas 1.000, sólo 500 sobrevivieron y de todas ellas, que venían intoxicadas y con muchos problemas, sólo vivieron el 10%». En la Sociedad Española de Ornitología tenían experiencia con un caso similar porque unos años antes el petrolero Erika se había hundido frente a las costas francesas y había causado un desastre ecológico que tuvo su eco también en la región. «Llegaron en aquel entonces cientos de animales que tuvimos que tratar. Aquello fue el germen del centro de recuperación de aves ubicado en El Astillero». Sabían qué hacer y en ese sentido reaccionaron rápido.
Se sucedieron entonces las jornadas interminables. Los días en que la mancha jugaba al escondite: «Había un avión que nos avisaba desde el aire de dónde se movía el fuel pero cuando llegábamos, ya no estaba, había desaparecido», recuerda el pescador. «Lo que pasaba era que según iba la corriente, se sumergía y luego emergía de nuevo».
A pie de playa los trabajadores se afanaron en limpiar las rocas. «En enero llegó el apoyo con las máquinas de aire comprimido para despegar el chapapote, que se aferraba con fuerza, pero fue muy duro, muy duro», recuerda Mojas.
En aquel momento nadie tenía muy claro cuáles serían las consecuencias de un vertido que parecía haber dado al traste con la costa cántabra para siempre. Pero el poder regenerador de la naturaleza es asombroso, y hoy no queda rastro de contaminación. «Hubo un estudio patrocinado por Banco Santander que estuvo dedicado precisamente a esto y se resolvió que se había recuperado», cuenta Gil. Nada de eso habría sido posible sin el apoyo generalizado de la sociedad, de todas las instituciones y de los voluntarios que llegaron de diferentes puntos de España. «En algún momento llegué a pensar si estaba volviéndome loco, pero era emocionante ver a tanta gente volcada en resolver el problema, me hacía feliz», recuerda el exconsejero.
Hoy día, justo al lado del lugar donde se realiza esta entrevista, hay una zona de rocas recuperada que queda a un lado de la playa de San Juan de la Canal. Se ha construido un parque y lleva el nombre de Jesús Mojas. «Es un honor, un honor muy grande que lleve mi nombre, pero no sé si lo merezco», confiesa entre risas el presidente de Costa Quebrada. «Nosotros lo que hicimos fue hacer del problema una oportunidad y nos lanzamos a aprovechar la ola de voluntariado e interés de la gente para que nos dieran la razón cuando decíamos que era fundamental proteger esta costa», reflexiona Mojas. Los cuatro protagonistas de este reportaje miran las olas romper contra las rocas. El mar está muy bravo y la belleza del paisaje se multiplica. «Suerte que todo quedó en nada, suerte», reflexiona el más anciano de los cuatro.
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