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Un día en la vida de un cántabro y su memoria

Un día en la vida de un cántabro y su memoria

BAJO LA MASCARILLA ·

Ocho profesionales han narrado cada domingo el papel que tuvieron al hacer su trabajo en pandemia, y no son héroes: son la normalidad extraordinaria

Marta San Miguel

Santander

Domingo, 11 de julio 2021, 07:40

Después de tanto tiempo con mascarilla, los ojos han aprendido a sonreír. Lo decía Luis Da Silva, un joven anestesista de Valdecilla acostumbrado a asomarse a pacientes tumbados en las camillas de un quirófano, justo antes de una intervención. En ese escenario, entre el acero esterilizado y el sonido de las batas desechables, sus ojos sabían ser persuasivos cuando todo lo demás infundía miedo. Sin embargo, en la pandemia, tuvo que persuadir de mucho más a los pacientes de la UCI a los que sedó. Los ojos en la pandemia han aprendido a ocultar, a contener, a influir. Aunque la mascarilla ha sido como un subrayado fluorescente de la mirada, ahora que la inmunidad o algo parecido al relajamiento permite quitársela, cabe preguntarse qué han visto los ojos que vemos a diario por la calle, lo que han aguantado esos párpados, si dejaron rebosar alguna vez las lágrimas o aguantaron al borde de las pestañas con tal de no decir lo que mordían con la boca.

Somos también lo que callamos, lo que no expresamos, lo que no sale en las páginas de los periódicos, y la solidaridad y la empatía han sido la respuesta física y emocional a los dramas que ha dejado el covid en cada familia. Los aplausos no eran más que una forma de reaccionar al estado compungido de una sociedad aterrorizada, ¿pero cómo se reacciona ante la normalidad?, es decir, ante lo cotidiano que tiene que ver más con estar en calcetines en casa y vestirte para ir a trabajar de enterrador, de cocinera en una residencia de mayores donde todos son casos positivos, de anestesista en una UCI donde los que duermes no saben si van a volver a despertar. Esa fue la normalidad de algunas personas con las que hoy nos cruzamos sin saberlo, tan anónimas y comunes como cualquiera que hizo frente al confinamiento en casa, personas con un horario y una serie favorita y un teléfono móvil en el bolsillo y días libres, personas que hacen su trabajo y, sin embargo, en la pandemia, han sido extraordinarias a su pesar.

«¿De verdad me quieres hacer a mí una entrevista? No sé qué puedo contarte, si solo soy una técnico de rayos», decía Agar Díez una mañana en Valdecilla paseando por los pasillos entre pacientes y compañeros de uniforme como el suyo. Cómo responderle que la entrevista nacía con la intención de despojar del anonimato tantos rostros que han hecho posible que hoy podamos hablar de normalidad, cómo explicarle que en realidad, su día a día es el mejor testimonio para comprender lo que ha pasado, lo que nos sucede y lo que vendrá.

Con esa vocación nació la serie de entrevistas 'Desde dentro', que hoy culmina con este homenaje-recordatorio a los profesionales que se quitaron la mascarilla para dejar ver a la persona que siempre estuvo ahí, antes de la pandemia, el rostro diáfano de quien actuó, trabajó y volvió a casa, y al día siguiente se enfundó lo que fuera con tal de seguir adelante, como Carmen Berasategui, que durante semanas se enfundó los EPI para recorrer los domicilios de los enfermos covid donde hizo las primeras pruebas PCR. ¿Nos ha cambiado la vida su labor como enfermera del 061? ¿Nos ha cambiado la vida que Ramiro Millántransportara alimentos día sí, día también, sin un sitio donde parar para ir al baño porque todo estaba cerrado? ¿Nos ha cambiado la vida que Elena Tejero fuera a cocinar a la residencia de Meruelo, cuando se convirtió en un centro covid? La respuesta es sí, pero aún no lo sabemos. Ni ellos quieren admitirlo, porque si hay una constante en las entrevistas tras pasar un día laborable con estos ochos cántabros y su memoria es esa necesidad de remarcar que no ha tenido nada de heroico su comportamiento.

Hay una deuda con el pasado compartido en la pandemia: hay una deuda con el saber, con asumir lo que sucedió fuera del fortín de nuestros hogares, más o menos pequeños, poblados, cómodos o sin jardín. ¿Cómo conocer lo que ocurría cuando la información estaba desbordada por la actualidad, cuando había más ganas de saber que tiempo material para contarlo, cuando las páginas de los periódicos imprimían la cifra de las víctimas como si esa tinta fuera en realidad otra cosa? Lágrimas, quizá; o lo que exuda el miedo, o el vértigo a no llegar a la verdad más esencial, que es servir a la sociedad que nos requiere. El periodismo se agarró durante la pandemia a las cifras de muertos y contagiados para dimensionar la realidad. Lo que sucedía lo contaban las declaraciones entrecomilladas de portavoces y políticos, pero también de epidemiólogos y otros científicos que ayudaron a comprender términos como incidencia, tasas de contagio, aerosoles, cepas. Pasamos de temer las bolsas de plástico que llegaban del supermercado a exigir que nos dejaran un ratito más en las calles con una cerveza, si estábamos sentados. Entre vaivenes de libertades en los que la muerte seguía sucediendo dramática y tenaz, las olas pasaron, y cuando la marea bajó y dejó a la vista los restos del naufragio, surgió la necesidad de comprender el desastre. ¿Qué ha pasado? ¿Es posible hablar de normalidad después de lo que hemos vivido, de lo escuchado, del encierro como forma de vida de los mayores? Cuando las vacunas empezaron a rebajar todas las cifras, hubo quienes hablaron de normalidad, de necesidad de pasar página. Por esa razón, en este periódico decidimos escuchar la voz que llegaba desde un plano paralelo; recurrir a la mirada de aquel que vio la realidad a la misma altura que cualquiera de nosotros.

¿Qué significa normalidad?

¿Qué significa normalidad cuando tus ojos han visto el pánico en las colas de un supermercado, en la camilla de una ambulancia del 061 volando entubado hacia el hospital, el miedo a no despertar en ese paciente al que tienes que sedar en la UCI de Valdecilla para que su cuerpo luche contra el covid desde la inconsciencia? Normalidad es levantarte un martes cualquiera e ir a trabajar para hacer radiografías de pechos que pueden tener alojado el virus, y luego salir a recoger a tus hijos del colegio. Normalidad es jubilarte de una carrera de cuarenta años de cirujano como Daniel Casanova, y dedicar tu tiempo libre a atender por teléfono de la gente, presa del miedo, en la línea 900. Normalidad es entrar a trabajar como transportista de alimentos cuando había que asegurar el abastecimiento en los supermercados. Normalidad es enfundarte guantes y una capa extra de moral para sostener la mirada de los familiares mientras entierras a su ser querido, fallecido por covid, como hizo Juan Antonio Caracciolo en Ciriego. Esa es la normalidad que algunos cántabros hicieron frente cuando la mayoría pusimos el cerrojo físico y mental a lo que pasaba fuera de nuestras paredes.

Durante ocho semanas, este periódico ha puesto pie a tierra para caminar despacio al lado de los profesionales que durante el confinamiento estuvieron en primera línea, más o menos cerca del covid, con el fin de conocer cómo es la normalidad de la que se habla como quien nombra un edén. Todos ellos compartieron un día de su jornada laboral con este periódico, nos prestaron su uniforme, compartieron sus recetas, compartieron su cabina de transporte en un camión, compartieron la leche y la miel que hizo Ainhoa Villota en su casa durante la pandemia, mientras mantenía a flote su ganadería. Compartieron, en definitiva, su memoria y su tiempo, y lo han hecho quitándose la mascarilla para hablar 'desde dentro' de algo que nos sucedió a todos en ese mismo adentro, pero solos, aislados en casa. Su experiencia narrada en estas páginas cada domingo volvía más fácil comprender, verbo imprescindible para pasar página, porque ahora que solo pensamos en eso, en pasar página, que nos hemos despojado de la más íntima de las defensas como es el miedo a la infección y lucimos la sonrisa como si nunca la hubiéramos tapado, hay que releer las líneas que hemos dejado atrás: solo así podremos entender la complejidad del nuevo capítulo que iniciamos en este instante.

La vida oculta detrás de una mascarilla

Miguel de las Cuevas

Seguramente esté leyendo este artículo sin mascarilla y a su alrededor ya vea gente también sin ella, pero en los últimos diecisiete meses seguro que ha sido incapaz de reconocer a su vecino cuando se le encontraba por la calle. Su carnicero, su quiosquero, la señora de la frutería... todos ocultos tras un 'complemento' que ya se ha hecho demasiado cotidiano para todos. También para usted. Todo este tiempo nos hemos imaginado quién y cómo era la persona que estaba detrás del tapabocas, ojos y miradas tristes y cansadas, tan tristes y cansadas que apenas nos mirábamos a la cara.

En estas últimas semanas usted ha tenido la oportunidad de conocer a través de El Diario Montañés a ocho de los 584.308 habitantes de nuestra comunidad que durante este periodo de tiempo han hecho posible que nuestras vidas hayan transcurrido con un mínimo de normalidad, casi, casi, como si nada extraordinario estuviera ocurriendo. Todos ellos trabajando durante la pandemia, por y para el bienestar de todos nosotros. Historias y experiencias que jamás pensaron que iban a vivir. Que nadie pudo llegar a imaginar. Usted tampoco.

Y ahora, después de haber descubierto quiénes son esas personas que estaban detrás de las mascarillas, le propongo un reto. Intente ver al resto sin ellas. Se dará cuenta de la verdadera realidad. Tal vez ya caiga en quién era su vecino, su carnicero, su quiosquero o la señora de la frutería. Y quizá ellos también le reconozcan a usted.

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