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Ana tiene 10 años y una hermosa mata de pelo moreno. Cada día habla con su profesora por correo electrónico y reparte las horas en «estudiar, jugar, ver la televisión». Lo primero que quiere hacer cuando termine el confinamiento es volver al colegio y después, al parque con sus amigos. Su rutina y sus aspiraciones a corto plazo son las mismas que las de cualquier otro niño, salvo por un pequeño detalle: Ana convive con otras 60 personas.
Junto a su madre, Nancy y sus tres hermanos, es una de las residentes en el Centro de Inmigrantes de Cruz Roja en Torrelavega, donde desde hace varias semanas, la vida se hace en horizontal. Esto es; se vive por planta. Cada uno de los seis niveles del edificio es como un grupo humano individual y estanco. Pueden relacionarse entre sí, pero no bajar o subir a otros espacios, por seguridad. La única salvedad se produce para acudir al aula de formación, ahora telemática o salir a una consulta médica.
Por suerte, el centro no ha registrado ni un solo contagio, si bien un par de personas pasaron la cuarentena aisladas por precaución. «Estábamos preparados», destaca Sandra Gutiérrez Liaño, coordinadora de las instalaciones. El seguimiento se realiza con el apoyo del cercano Centro de Salud Dobra, pero la mayor parte de consultas se hace vía telefónica.
Mientras pasan los días, en este espacio donde es habitual que las caras y las historias cambien de forma constante, los ingresos se han detenido. Los movimientos están cancelados por el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones. Primero para las personas procedentes de Madrid, Barcelona y La Rioja, donde se localizaron los principales focos. Con el estado de alerta, para todos. El tiempo sí corre, sin embargo, para el proceso de adaptación que comprende nueve meses. Lo que pasen en el centro, a pesar del confinamiento y de las limitaciones para la formación y el empleo, contará en el recuento final.
Nancy y sus hijos llevan seis meses en España. Llegaron desde El Salvador, donde aún sigue su madre, con la que intentan hablar cada día. «Allí comienza ahora la cuarentena -explica- Le contamos lo que nos han enseñado aquí para que esté segura». Esas enseñanzas en forma de talleres, ayudan. «Nos sentimos seguros y protegidos».
Desde que se levantan, en el pequeño municipio en que se ha convertido su recinto compartido, se organizan para limpiar, poner tareas a los niños (hay 12 en el centro), estudiar inglés, leer el periódico… «Tratamos de pasar el tiempo ocupados». Rodolfo, el hijo mayor, de 20 años, echa de menos poder hacer ejercicio y se reconoce «a la expectativa» para poder continuar con su formación. Nancy, por su parte confiesa que lo primero que hará cuando salga «será ir a la iglesia». Con los otros practicantes católicos de su planta comparten fe y ven la misa por televisión. La tecnología, en este caso, sirve para hacer llegar alimento espiritual.
Una planta más arriba, en la tercera, vive Juliana, con su marido y su hija de dos años. Aunque es de Georgia, habla un perfecto español con las erres marcadas. «Todo el mundo tiene miedo, nosotros también -reconoce- pero no tanto como quienes tienen que estar ahí fuera con riesgo de contagio». Juliana tiene otras dos hijas que continúan en su país, donde dice que la situación «es mucho mejor» porque «se cerraron antes las fronteras».
Para los profesionales que les atienden en esta situación solo tiene buenas palabras; «Hacen todo lo que pueden hacer por nosotros, siempre nos preguntan si necesitamos algo y nos cuidan muy bien».
De las 20 personas que trabajan en el centro, ahora, por turnos, hay cinco que acuden a las instalaciones para que siempre estén atendidas. «Tenemos un calendario de servicios mínimos y se trabaja desde casa o bien aquí con la menor cantidad de gente al tiempo, con al menos dos metros de distancia entre compañeros y con los usuarios», explica la coordinadora. Se han cancelado todas las reuniones; se hacen vía teléfono y las clases de español se imparten por Skype. «Tenemos que intentar mantener la normalidad dentro de lo difícil que es para todo el mundo».
¿Cómo de difícil puede resultar compartir aislamiento con desconocidos? Juliana le quita dramatismo. «Estoy muy feliz de vivir con la gente con la que estoy viviendo. Mi planta está llena de buenas personas». Tomar café, repartirse las tareas de limpieza, charlar en el comedor común habilitado en cada piso… Todo ayuda a sobrellevar las horas de tedio. Tan buena relación han establecido, que con el horizonte puesto en el fin del estado de alarma, hacen planes conjuntos: «Somos como una familia grande y vamos a salir a hacer una barbacoa, bailar, gritar…¡No vamos a volver a entrar en doce horas!»
«El comportamiento de la gente está siendo exquisito», destaca Gutiérrez Liaño. «Los niños, sobre todo, es para ponerlo de manifiesto, grandes y pequeños, aunque tienen miedo, como todos, y mucha incertidumbre». Desde las ventanas del centro, el bullicioso barrio de La Inmobiliaria se ve ahora vacío y parado, como todos, pero cada tarde, se suman a los aplausos compartidos.
Una de las situaciones más complejas es la de aquellos que están en el centro solos. Sin familia, sin contactos cercanos y con poca comunicación exterior. Cruz Roja ha activado el programa Responde para informar y dar compañía, vía telefónica, a personas que sufren ese aislamiento total. «Cuando llamas, lo que estás haciendo es hablar diez minutos con alguien que necesita contar lo que está viviendo y ese acompañamiento también es importante. Este confinamiento provoca mucha soledad y no solo a las personas mayores», explica la responsable.
Una de las personas que está sola en el Centro de Inmigrantes es Naim. Cumple 43 años en unos días. Dejó atrás Venezuela, donde fue locutor de radio y aprendió «lo que es la disciplina». «No tengo a nadie aquí, en España, pero el personal del centro es genial y siempre están atentos para que estemos bien».
Al recibir información sobre el estado de alarma, lo primero que pensó fue en que se «atrasaría» su proceso formativo y de integración, pero es consciente de que «la salud es lo primero y me gusta respetar las normas».
En su planta, la 1, todos los residentes son hombres. «Siempre estamos dispuestos a colaborar en lo que nos pidan», detalla Naim, a quien le gusta leer y entrenar, algo que hacen en equipo «guardando los espacios de seguridad».
Y hablando de espacios, a este venezolano de voz profunda le gustan los lugares abiertos, por eso lo primero que hará, al recuperar la vida normal, será ir a la montaña o a tomar un poco el sol. A la Viesca o a la playa, a Santander. «Tomar un respiro del respiro».
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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