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Prohibido hablar de peso. Es la única condición que pone el psiquiatra que dirige la Unidad de Trastornos de Conducta Alimentaria (TCA) del Servicio de ... Psiquiatría del Hospital Valdecilla, Andrés Gómez del Barrio, antes de comenzar una entrevista grupal a varios afectados por la anorexia nerviosa y la bulimia que comparten su testimonio con intención de servir de ayuda y evitar que devoren otras vidas. Daniel tiene 21 años y está en tratamiento. Él forma parte del 10% de prevalencia que estas enfermedades tienen en varones, un perfil que no suele dar la cara por «vergüenza». A su lado, se sienta Marina, de 18 años, que acaba de recibir el alta. Aunque el miedo a una recaída se atisba en su mirada, es más fuerte su deseo de dejar atrás la pesadilla vivida. Y en esa lucha se encuentra también Cristina, una madre volcada en sacar adelante a su hija de 17 años, que cayó en esta patología cuando se fue a estudiar fuera de casa, un patrón «habitual» de inicio. Su testimonio pone de manifiesto la implicación intensiva de los padres, hasta el punto de dejar su trabajo para afrontar que «tu vida se ponga patas arriba». Completa el encuentro otra paciente de 58 años que, tras continuos ingresos, incluso mediante una orden judicial «porque me negaba a beber y comer», aún no ha conseguido «escapar de esta adicción a la comida y al control del peso que empezó en la adolescencia». Cuatro experiencias diferentes marcadas por trastornos con la comida. El número de casos anuales que registra esta unidad se ha duplicado desde 2018, con un repunte muy fuerte durante la pandemia: 108 casos nuevos en 2018; 192 casos en 2021 y 228 en 2022.
«Durante la pandemia nos llegaba un caso nuevo prácticamente a diario. El confinamiento fomentó una mayor exposición a las redes sociales, que lleva a compararse; y también se agudizó el miedo al rechazo al salir del aislamiento», señala Gómez del Barrio, coordinador de la unidad desde hace 20 años. Ahí fue cuando Daniel, que cursaba entonces 1º de Bachiller, comenzó a desarrollar esta enfermedad: «Decidí cambiar un poco mi cuerpo, bajar algún kilito y sacar abdominales… Empecé, pero nunca era suficiente. Me di cuenta de que era algo raro sentirme mal y al mismo tiempo seguir haciéndolo. Un día acudí al dentista, que fue consciente de mi problema porque los dientes se ven muy dañados y pierdes piezas. Me ayudó a visibilizarlo y pedí ayuda a mis padres, que me dirigieron a esta unidad donde el equipo de especialistas es un gran apoyo y les considero como una familia».
Daniel
Paciente
Cristina
Madre de paciente
Anónimo
Paciente crónico
Daniel está en fase de tratamiento, aprendiendo herramientas de prevención para evitar recaídas: «Quiero estar fuerte y seguir aprendiendo sobre esta enfermedad para tener un futuro. Es importante no aislarse y comentar con amigos lo que nos pasa y escuchar sus problemas porque esta enfermedad te mete en una burbuja donde idealizas las vidas de todos los demás».
El otro pilar fundamental en el tratamiento es la familia, «un factor determinante, ya que sin el apoyo de los padres, pareja o familia, no se sale», asegura el psiquiatra y profesor asociado de Psiquiatría de la Universidad de Cantabria. «Aquí enseñamos a los padres a ser cuidadores, les damos la formación y la ayuda, porque en el día a día son ellos los que tienen que estar al pie de cañón. Nuestro trabajo es hacerles conscientes de la enfermedad y que se produzca un cambio. Los padres o familiares directos tienen que implicarse como si se tratara de un cáncer u otra enfermedad grave. No existe otra alternativa», añade.
Así lo está haciendo Cristina, madre de una adolescente de 17 años atrapada en la anorexia. «Si ella tuviera cáncer también dejaría el trabajo. No me lo pensé mucho, quería poder darle los cuidados que necesita. Es una supervisión constante. Mi madre me ha ayudado con los niños en otras cosas, pero esto no quería dejarlo en manos de nadie». El problema de su hija se desencadenó cuando se fue a estudiar fuera, subió de peso y decidió hacer dieta por su cuenta. «Cuando se acercaba el momento de regresar a casa al finalizar el curso escolar, mi hija me confesó por teléfono que necesitaba ayuda y adelantamos su vuelo, aunque en aquel momento lo suavizó un poco. Ella no era consciente de la gravedad», continúa Cristina. «Me quedé en shock y la vida de nuestra familia se puso patas arriba», añade esta madre, que en ese momento comenzó a informarse de cómo poder ayudar a su hija. «Leí todo lo que pude sobre la anorexia, quise informarme y por suerte me hablaron de esta unidad. Enseguida empezó su tratamiento hace ahora un año». Una lucha intensa, de avances y retrocesos «que asustan mucho porque está en juego una vida», explica.
«Me ha costado aceptar los tiempos de esta enfermedad, pero he asimilado que las prisas no llevan a la solución. Hay que aceptar que es un proceso largo y que ocurren recaídas por el camino. A veces en fechas señaladas, como las Navidades, que han sido difíciles. Pero hay que recordar que tras cada batacazo no se parte de cero y vas aprendiendo día a día». El consejo que ofrece a familias que se están enfrentando a su misma situación es «adoptar el papel de apoyo incondicional y evitar que se sientan juzgados porque el estigma de esta enfermedad no ayuda y les hace sentir culpables».
El alta más reciente en la unidad ha sido el de Marina, una joven de 18 años que ha recuperado la ilusión tras superar «una total pérdida de control». «En la cuarentena empecé a ver defectos en mi cuerpo y quise cambiarlos. Pero se me fue de las manos, quería controlar lo que comía. Como soy una persona muy constante en todo lo que me propongo, también lo he sido en esto. Bajaba de peso, pero nunca era suficiente y me seguía viendo mal por más que adelgazaba». Durante un año mantuvo escondido el problema, disimulando en cada comida.
«Era septiembre de 2021 cuando mis padres notaron algo y lo hablaron conmigo. Me llevaron a un nutricionista, que me derivó a una psicóloga de TCA, que a su vez me remitió a esta unidad. Ha sido muy importante el apoyo de mis padres. No quería ser una carga para ellos. Me sentía muy culpable», indica.
El tiempo medio para poder superar la anorexia nerviosa son cinco años, pero puede reducirse a uno o dos años si se detecta de forma temprana. También hay casos que se cronifican, que representan un 10% de los pacientes y coinciden con los que tardan en ponerse en manos de profesionales.
«Esta enfermedad es la punta del iceberg de otras emociones más profundas», sostiene la paciente de 58 años. Ella convive con el trastorno desde la adolescencia, pero el diagnóstico llegó pasado los 30, lo que ha complicado su salida de la «batalla sin cuartel» que asegura vivir. «He visto a muchas pacientes perder la vida, ya sea por suicidios, enfermedades derivadas, problemas de corazón, pero ¡yo quiero vivir!», confiesa. «No consigo recuperar el control de mi vida y, aunque aprendo herramientas y conozco la enfermedad, estoy atrapada en ella». Sin poder reprimir las lágrimas, intenta motivar a los jóvenes que están en la sala escuchándola: «Se puede salir y hay mucho por vivir que merece la pena, no dejéis que el peso y la comida condicione vuestra vida. He dejado mucho por el camino: parejas, amigos, planes, mi trabajo… Mi caso es el resultado del horror de no haber parado antes. No tuve apoyo de mi familia, no me entendieron».
Su mala relación con la comida empezó a los ocho años con una dieta restrictiva que le impusieron y que le hizo sentirse «la 'rarita'». «Crecí pensando que la comida y el peso eran determinantes para que te quisieran. A los 18 años adelgacé mucho y el refuerzo que recibí, los piropos y el valor que me dieron, me llevó a jurarme a mí misma que nunca cogería peso». Este esquema tan presente en la sociedad fue el desencadenante para alternar periodos de inanición, atracones y bulimia, además de enfermedades derivadas como la depresión y otras adicciones.
Esta paciente llegó a renunciar a comer y a beber agua por miedo a engordar. Se sucedieron varios ingresos, uno por orden judicial. «Cuando estás mal nutrida, no razonas; y si no afrontas el plato ¿cómo vas afrontar otros problemas de la vida?», plantea.
Gómez del Barrio, vicepresidente de la asociación española para el estudio de los trastornos de la conducta alimentaria (AEETCA), apunta que es una enfermedad «con múltiples caras» –la bulimia, los trastornos por atracones, los comedores evitativos y selectivos o el trastorno purgativo– y que parece tener «vida propia, ya que pueden pasar 20 años, que el enfermo sea consciente de que tiene un problema, pero no sabes cómo solucionarlo, y admitirlo cuesta porque hay mucho estigma que hace responsables de la enfermedad a quienes la padecen».
La detección precoz «es clave» para superar esta enfermedad, destaca Andrés Gómez del Barrio, coordinador de la Unidad de Trastornos de Conducta Alimentaria (TCA) del Servicio de Psiquiatría de Valdecilla, formado por un equipo de seis enfermeras, seis auxiliares, dos psiquiatras, un psicólogo clínico y un endocrino.
«Cuanto antes se ponga en tratamiento el paciente, más posibilidades hay, por eso nuestros esfuerzos están puestos ahí», destaca el psiquiatra, que ante «el auge de casos y la falta de recursos» han establecido este año «un criterio de filtro más estricto» dirigido a pacientes graves con ingreso total o parcial o que nunca hayan recibido tratamiento.
Una enfermera del equipo recibe al paciente y hace la primera valoración. Una vez que ingresan total o parcialmente en la unidad reciben un seguimiento intensivo y de calidad. «Supervisamos las ingestas, acompañamos al baño para evitar las purgas y a su habitación para que no se pongan a quemar grasa. Son pacientes que requieren de un seguimiento continuo».
El tratamiento se compagina con terapias, formación sobre la enfermedad para conocer cómo funciona y talleres. Los pacientes ambulatorios vienen para realizar las comidas, que es el momento más complicado, ya que «utilizan todo tipo de manipulaciones para evitarlo» y esto para las familias «es más difícil de llevar» que por profesionales.
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Ana del Castillo
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