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Mikel Casal
Pequeños grandes inventos
Ciencia | Ingeniería

Pequeños grandes inventos

El alambre de púas, las cerillas, la lata de conservas y el cinturón de seguridad son avances tecnológicos modestos, pero han cambiado nuestras vidas

Mauricio José Schwarz

Viernes, 17 de febrero 2023, 18:14

Alrededor de los grandes inventos que solemos poner en nuestras listas de innovaciones que cambiaron el mundo, hay toda una constelación de invenciones, en apariencia menores, poco publicitadas, y que sin embargo han tenido una enorme influencia en muchas facetas de la vida humana. Desde la cremallera del sueco Gideon Sundback, que cambió la forma de vestirnos, hasta la cola, blanca lanzada por la empresa de alimentos Borden en 1947, o la cinta americana que nos dio la estadounidense Vesta Stoudt, originalmente para embalar mejor las cajas de munición que iban al frente, donde peleaban dos de sus hijos. Estos son solo cuatro de estos inventos revolucionarios.

Cambiar el viejo oeste

Pensar en el viejo oeste de los Estados Unidos es pensar en las grandes llanuras por donde audaces vaqueros conducían grandes hatos de ganado hasta los mataderos. Es pensar en la colonización de una tierra escasamente poblada por granjeros y ganaderos venidos de Europa a buscarse la vida. Una tierra que fue transformada por los grandes inventos de la época: el telégrafo, el ferrocarril y el teléfono.

El mismo año en que Alexander Graham Bell lanzaba su teléfono, 1876, otro invento, en apariencia más modesto, entraba en escena para alterar todo el panorama de un país que estaba cumpliendo sus 100 años de independencia: el alambre de púas.

Este invento fue patentado en 1874 por Joseph F. Glidden como una forma de contención «que evitaría que el ganado atravesara las cercas de alambre», y es uno de los ejemplos más vivos del impacto que puede tener un invento al parecer menor. En este caso, el alambre de púas terminó con el problema de que los ganaderos debían tener a sus animales en absoluta libertad y ello también significaba que los granjeros se encontraran con ganado ajeno destrozando o comiendo sus cosechas. Las cercas de madera lo bastante resistentes para controlar al ganado eran enormemente costosas. En poco tiempo, los campos de Estados Unidos se vieron cruzados y divididos por el alambre de Glidden, los cowboys desaparecieron y con ellos comenzaron los mitos.

Fuego de bolsillo

Controlar al ganado era una cosa, pero controlar el fuego era otra. El ser humano había empezado a usar el fuego hace quizás 500.000 años, pero no aprendió a hacerlo sino mucho después. Desde entonces, la forma de hacer fuego cambió poco: hacer chocar dos materiales que produjeran chispas lanzando estas hacia alguna sustancia inflamable, como yesca, paja, plumas o diversos materiales vegetales.

No fue hasta 1805 cuando el parisino Jean Chancel desarrolló una forma de crear fuego cubriendo un palo con una mezcla de clorato de potasio, azufre, azúcar y caucho, que se encendía al introducirlo en una botella de ácido sulfúrico… y emitía terribles vapores que desalentaban a los usuarios.

El ser humano, pues, no tuvo un sistema de autoignición para hacer fuego hasta 1827, cuando el farmacéutico inglés John Walker lo logró accidentalmente, mientras trabajaba en experimentos para crear un tipo nuevo de pólvora. Pero observó asombrado que, al raspar por error un instrumento cubierto de la pasta en la que trabajaba, esta se encendía. Después de una serie de experimentos, desarrolló las cerillas, y vendió las primeras el 7 de abril de ese año, sin darse cuenta de que había logrado una hazaña mayor que la de Prometeo: había puesto el fuego al alcance de todos los seres humanos por primera vez.

Y como nunca patentó su invento, pronto surgieron imitadores y otros inventores que perfeccionaron la cerilla que empezaron a ofrecer literalmente cientos de fábricas en el Reino Unido.

La lata de conservas

Si bien ya han pasado los mejores tiempos de la cerilla a manos del mechero de gasolina y de gas (y de mecha, claro, que era el original), no ha sido así con la humilde lata que podemos hallar en nuestra despensa conservando eficazmente verduras, peces, moluscos, líquidos, aceites y otras muchas cosas.

El origen de la lata se encuentra en los procesos de conservación mediante el calor que desarrolló el francés Nicolás Appert y con el cual ganó un premio del ejército francés que buscaba mejores formas de alimentar a sus tropas. Pero el uso de un contenedor metálico (en lugar de los frascos de Appert) recorrería un camino tortuoso. Otro francés, Philippe de Girard, concibió la idea pero hizo que la patentara en 1810 el comerciante británico Pater Durand, que nunca enlató nada, para dos años después venderle la patente a dos británicos, Bryan Donkin y John Hall, que un año después empezaron a producir alimentos enlatados en su fábrica de Londres.

La resistencia del metal y su capacidad de aislar los productos, incluso de la luz, fueron elementos importantes en la aceptación del público, además de que cualquier manipulación de las latas sería fácilmente visible, lo que aumentaba la seguridad. La historia tiene además una curiosa vuelta de tuerca. El abrelatas no apareció hasta 1855, resultado del ingenio de un fabricante de instrumentos quirúrgicos, el británico Robert Yeates, y un diseño más avanzado patentado tres años después por el estadounidense Ezra J. Warner. Fue posible, en parte, gracias al avance en la industria de las latas que empezó a usar hojas metálicas más delgadas, mientras que las anteriores eran tan gruesas que durante más de 50 años la gente abrió sus latas aporreándolas con cincel y martillo... e incluso a tiros.

El cinturón salvador

El gesto ya fijado de ponernos el cinturón de seguridad al abordar un automóvil, y que ha salvado cientos de miles de vidas, comenzó en la aeronáutica cuando Sir George Cayley, pionero de los planeadores, dotó a uno de ellos de un cinturón para evitar caer de su aparato. La primera patente se otorgó en 1855, pero no fue hasta 1950 cuando Mercedes Benz empezó a incluir un cinturón de dos puntos en sus vehículos. Ese cinturón tenía varios inconvenientes en caso de choque, sobre todo por daños a los órganos del abdomen. Fue el ingeniero sueco Nils Ivar Bohlin quien patentó, en 1958, el cinturón de tres puntos que hoy es estándar y obligatorio. Afortunadamente, tanto el inventor como la empresa donde trabajaba, Volvo, decidieron liberar la patente permitiendo que otros fabricantes la usaran.

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