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mauricio-josé schwarz
Sábado, 19 de febrero 2022, 00:25
Conocemos el Universo a través de nuestros sentidos, pero desde hace mucho tiempo sabemos que estos sentidos son muy limitados y gran parte de la realidad escapa a ellos. Somos ciegos a la mayor parte de la luz, sordos a la mayor parte de los sonidos, no percibimos la mayoría de los aromas y sabores, en fin, nuestra maquinaria perceptual evolucionó como respuesta a ciertas necesidades de supervivencia y no como herramienta para conocer cuanto nos interesa del Universo.
Para suplir estas deficiencias, hemos creado sistemas y dispositivos para extender los sentidos, detectar las frecuencias ultravioletas e infrarrojas de la luz, ver objetos más pequeños o más lejanos. Nuestros telescopios exploran el universo 'viendo' desde sus ondas de radio de más baja frecuencia hasta los rayos gamma que tienen la más alta. El telescopio James Webb, por ejemplo, es capaz de detectar desde la luz visible hasta las frecuencias infrarrojas medias, lo que le permitirá ver objetos mucho más lejanos que los que nos ha mostrado el Hubble, en los bordes del Universo.
Pero antes de que el ser humano empezara a producir tecnología, los procesos de la evolución crearon sentidos mucho más afinados que los nuestros en el enorme mosaico del mundo vivo, donde animales de lo más diverso son capaces de percibir fenómenos que resultan desde meramente curiosos hasta evocadores de aventuradas fantasías sensoriales.
Luz polarizada. Pulpos, artrópodos (desde cangrejos hasta abejas) y peces tienen la capacidad de detectar la dirección de la polarización de la luz. La luz normal vibra en todas las direcciones, pero al reflejarse o al pasar por un filtro polarizador, solo se ve la luz que vibra en una dirección (arriba y abajo, o de izquierda a derecha). Nosotros podemos ver la luz polarizada, como cuando tenemos gafas oscuras polarizantes o cuando vemos un reflejo, pero no tenemos las herramientas para saber en qué dirección está polarizada. Distintos animales son capaces de detectar la dirección de la polarización, por ejemplo, de la luz solar en el cielo, para ayudarse en la navegación y para detectar y diferenciar distintos objetos.
Electrocepción. Por supuesto que percibimos la electricidad cuando tocamos un cable vivo o algo que tenga electricidad estática acumulada y 'nos da corriente'. Pero no tenemos órganos que nos permitan percibir los estímulos eléctricos naturales. Algunos animales acuáticos, como ciertos peces óseos, utilizan la llamada electrocepción activa, emitiendo pulsos eléctricos débiles y luego percibiendo las alteraciones en el campo eléctrico para detectar a sus presas. Otros, como los tiburones, rayas, algunos anfibios y, de modo excepcional como mamífero, el ya de por sí extraño ornitorrinco, que en su no menos extraño pico tiene una gran cantidad de sensores de impulsos eléctricos que le permiten detectar a sus presas en las aguas más turbias y profundas.
Imanes vivientes. Hasta hace no mucho tiempo se pensaba que el campo magnético de la Tierra era demasiado débil como para ser percibido por un organismo. Sin embargo, hoy sabemos que muchos animales, desde moluscos hasta insectos, tortugas y aves, utilizan el campo magnético de la Tierra sobre todo como una de sus herramientas de navegación a muy largas distancias. Experimentos realizados con campos magnéticos artificiales han establecido claramente que estos son percibidos y utilizados por los animales… pero permanece el misterio de cuál es el mecanismo (o los mecanismos) que permite percibir e interpretar esta información. De modo más inquietante, desde 2019 hay indicios de que al menos algunas personas pueden percibir campos magnéticos, pero no utilizar esa información. Quien descubra los órganos o sistemas involucrados en la magnetopercepción tiene un lugar asegurado en la Historia de la Biología.
Ecolocalización. Fue Lazzaro Spallanzani quien en 1793 estableció que los murciélagos navegaban en la oscuridad emitiendo ultrasonidos e interpretando su reflejo para detectar objetos o medir distancias, cazando así con extraordinaria eficacia. Hoy sabemos que también las ballenas, los delfines, algunas aves, sobre todo nocturnas, algunas musarañas, el tenrec de Madagascar y probablemente el erizo utilizan la localización mediante ecos, algo que el ser humano solo empezó a hacer con el sonar y el radar en la primera mitad del siglo XX. Hoy en día, se puede enseñar a personas invidentes a utilizar la ecolocalización con sonidos audibles para moverse con mayor confianza en su medio.
Ver más allá. Fuera de las fronteras de lo que para nosotros es la luz visible, hay numerosos animales, como las abejas, arañas y otros crustáceos, capaces de percibir longitudes de onda en el terreno del ultravioleta, mientras que algunos reptiles son capaces de ver longitudes en los rangos de la luz infrarroja. Algunos científicos buscan determinar si hay animales capaces de ver otras frecuencias como los rayos X o los rayos gamma, aunque sin éxito. Muchos animales tienen una visión de color más limitada que la humana, como los perros, que perciben todo el espectro visible como variaciones de amarillo y azul, sin distinguir el rojo o el verde. En cuanto a agudeza visual, el ojo humano palidece ante un águila que puede ver a 20 metros lo que nosotros apenas distinguimos a 5. La otra medida de la vista en la que estamos fuera de competición es la nocturna, donde los búhos son los campeones con la excepción de -asombrosamente- las ranas, que aunque no tienen la misma agudeza son capaces de distinguir colores en la oscuridad, mientras que la visión del búho parece ser en blanco y negro.
El premio Nobel de física Richard Feynman solía asombrar a la gente en las fiestas identificando a una persona que hubiera manipulado un objeto sin que él lo viera, solamente comparando el olor del objeto y el de las manos de los presentes. «Las manos de la gente huelen de modo muy diferente», decía Feynman. Simplemente hemos dejado de usar el olfato para informarnos, pero esta hazaña está al alcance de cualquiera.
Los campeones elefantes. Estos animales son prodigiosos en cuanto a sus sentidos, porque pueden escuchar sonidos muy graves, por debajo de 20 herzios o ciclos por segundo, que es el límite inferior del oído humano, equivalente al pedal más grave de un órgano de tubos. Esto se ve complementado por su capacidad de producir esos mismos sonidos, con lo cual puede comunicarse con otros elefantes a distancias de más de 10 kilómetros. Por si esto fuera poco, el elefante africano tiene el olfato más delicado del planeta con el doble de sensores de olores que los perros, y cinco veces más que el ser humano, algo que emplea eficazmente para rehuir peligros y encontrar sus alimentos favoritos.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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