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Guillermo Balbona
Martes, 26 de abril 2016, 19:20
Mole, monstruo, exageración, esperpento, fenómeno. No hubo límites para juzgar un edificio sin precedentes en el entorno de la bahía. Una construcción que osciló entre la expectación y el asombro, entre el rechazo y la sorpresa, que respondía en todo caso a una «vieja aspiración» ... del pulso cultural de la ciudad. Un proyecto, al fin y al cabo, que tuvo sus raíces en los años setenta, cuando empezó a especularse con espacios y ubicaciones ya existentes, como el Casino de El Sardinero, como destino de un teatro de festivales que tomara el relevo de futuro de lo que supuso la Porticada y propiciara la desestacionalización cultural. Pero la elección, fruto de un concurso de ideas que seleccionó el proyecto concebido por el arquitecto, ya fallecido, Francisco Javier Sáenz de Oiza, abrió un largo y complejo periodo de construcción. El coste de la obra lo deja claro. De la estimación inicial en los ochenta, cifrada en unos 800 millones, se pasó al inicio de la década de los noventa, a superar los siete mil millones.
En los 70, por ejemplo, alumnos de la Escuela de Arquitectura de Madrid presentaron en una exposición once ideas para un futuro teatro de festivales para Santander. Durante 1972 la serpiente del verano consistía en dilucidar si los mejores destinos para esa equipación escénica eran el solar del antiguo Matadero en terrenos municipales, anexo a Cuatro Caminos con más de cinco mil metros cuadrados; la propia Porticada (2000 metros cuadrados) o el área del Gran Casino que requería compra de terrenos y expropiaciones. Pero a mediados de esa década comenzó a cobrar fuerza un proyecto que barajaba ya la posible ubicación en la Cuesta del Gas /Reina Victoria: al teatro se sumaban dos grandes torres para hotel y viviendas; zona comercial y deportiva, jardines y aparcamientos. Ello no impidió que en 1975 el pleno municipal abordara la posibilidad de construir el ansiado teatro en el Gran Casino de El Sardinero. Pocas fechas antes de decidirse la ubicación final, Juan Hormaechea, entonces alcalde de la ciudad, ofrecía terrenos al Gobierno para ubicar el teatro junto al nuevo campo del Racing.
Polémica
Dos aspectos urbanos y sociológicos confluyeron en torno al Palacio de Festivales de Cantabria: su dimensión era la edificación más importante realizada en la capital cántabra en los últimos tiempos, que discurrió paralela a su convulsa construcción; y la polémica ciudadana que conllevó su trascendencia cultural.
Al debate sobre la ubicación y la estética (muchos consideran que el edificio solo tiene presencia y solidez arquitectónica desde la bahía) le siguió el cansancio de una construcción prolongada y la especulación sobre el presupuesto desmedido. Además la polémica, que prácticamente se ha arrastrado hasta el presente, radicó en la falta de planificación urbanística de Gamazo, San Martín y su entorno.
Las obras fueron adjudicadas a Dragados y Construcciones en 1986 y concluyeron en 1990. El 29 de abril de 1991, tras el cambio político en la comunidad, el gobierno presidido por Jaime Blanco inauguraba el edificio frente a la bahía.
Juan José Arenas y Marcos J. Pantaleón, autores del proyecto de obra civil y directores de la ingeniería estructural del Palacio, en una reflexión pública sobre el proyecto, apuntaron que su construcción era «un reto apasionante» que nacía de la concienciación de que a «su importancia arquitectónica había que sumar su gran valor cultural porque Santander es una ciudad enamorada de las artes que reclamaba un foro de esta características».
La construcción, tan ambiciosa como enredada, se planteó como un conjunto de volúmenes que «desciende ordenadamente desde Reina Victoria hacia la bahía». Y en su interior, dentro de un laberíntico itinerario, asomó un entramado estructurado en dos espacios, las salas Argenta y Pereda, que suman más de 2.200 localidades, más una tercera estancia, la sala Griega, cuya disposición en forma de anfiteatro acabó por plantearse como un espacio idóneo para la celebración de conferencias, ruedas de prensa y recepciones. Los responsables subrayaron textualmente la singularidad del proyecto: «en una obra como el Palacio la estructura, o sea un esqueleto resistente, es algo más que una instalación o un servicio añadido».
Dos fueron los retos principales: las dificultades de la cimentación surgidas al levantar el edificio, dado el tipo de suelo, y la existencia de construcciones colindantes, caso de las naves industriales que encajonaban el edificio y los bloques de viviendas de hasta diez plantas.
Durante los años de edificación, casi siete desde que se plantearon los primeros pasos hasta la apertura al público, se habló de la envergadura de volúmenes, la profundidad de las excavaciones, la altura de las paredes o la configuración inusual de grandes huecos. Los retos fueron muchos: desde las presiones del viento a las cuestiones acústicas. Y, en paralelo, se sucedieron en la construcción multitud de aspectos delicados: desde la caja del escenario principal con esa abertura trapecial que prácticamente nunca llegó a utilizarse, hasta la contención del posible empuje del terreno rocoso (en la ladera de Reina Victoria hubo que realizar una excavación de diez metros de profundidad).
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