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Guillermo Balbona
Viernes, 10 de marzo 2017, 12:43
Hay una poesía aferrada a personajes solitarios y a perdedores. El bar, ese lugar en el mundo reconocible y familiar, es uno de los escenarios adheridos a la piel de las pantallas de la vida. A lo efímero y fugaz de lo cotidiano se le ... opone este espacio público que ejerce de territorio simbólico: la cultura del bar, el bar de la cultura. Hay una literatura de versos y aforismos, muchas veces anónimos, escritos en servilletas y posavasos, colillas, urinarios...palabras y relatos entre sombras de provocación y querencia por dejar huella. Frente a lo volátil, la necesidad de perpetuarse en una huella. El lenguaje cinematográfico está habitado por ellas esas barras del western, los garitos del noir, los espacios míticos de citas imposibles y romances postergados. También de locales que han construido una mitología de complicidades y lugares, entre la ficción y la realidad, donde asoman los sueños y los deseos de ser otro.
A veces la pantalla es un cóctel ingenioso de diálogos imperecederos: En Mogambo Clark Gable le pregunta a Ava Gardner: «¿Le apetece una copa? Lo siento, no hay hielo». Y ella responde: «Me alegro. El hielo, a mí, se me sube a la cabeza». Una sentencia tan famosa como el recurso al dry martini de James Bond. Y, por supuesto, cabe toda una catalogación de bares como géneros, o de barras que son un género en sí mismas: Hay templos de perdedores pero también de ganadores, bares de colegas, locales para confidencias, clubes de jazz, restaurantes, tugurios, tascas...el dinner de Pumpkin & Honey Bunny, con esa mesa redonda donde los Reservoir Dogs debaten sobre Like a virgin y las propinas; el Coppola de Cotton Club y, sobre todo, esa barra de la La ley de la calle, Rumble Fish, con el músico/actor Tom Waits ejerciendo de camarero existencial inerte, mientras un curioso reloj marca un tiempo que parece no avanzar nunca; la barra donde Eddie Felson El rápido emerge entre los tapetes y las bolas en El color del dinero de Scorsese; La teta enroscada de Abierto al amanecer; Eyes Wide Shut, el último Kubrick paseando su cámara por el Madam Jojos de Londres; ese local irlandés donde Burt Lancaster queda enganchado de Susan Sarandon en Atlantic City de Louis Malle, o el Club 21 donde Woody Allen rodó Misterioso asesinato en Manhattan...
El saloon del western, la barra interminable de pistoleros, vengadores, antihéroes solitarios y justicieros errantes, ha dado la mayor cantidad de lugares de referencia para tomarse un trago antes de morir o de cumplir con el destino. Del Dean Martin de Río Bravo, una de las obras maestras de Howard Hawks, al Clint Eastwood del Big Whiskey, el escenario de Sin perdón, quizás el último gran western.
Pero si lo popular, la memoria cinéfila y el friso mitómano se funden en un espacio que podría definirse como la catedral de la pantalla ese es el Ricks Cafe Americain. Ya saben: «De todos los cafés y locales del mundo, ella aparece en el mío». Humphrey Bogart, Rick, lo dice en la eterna Casablanca, el clásico de Michael Curtiz, y ya no existe geografía más universal. Hay, no obstante, escenarios esquinados, poliédricos, anecdóticos pero asociados al universos, atmósferas y mundo visuales únicos como sucede con los filmes de culto. Es el caso de ese rincón callejero donde Harrison Ford come fideos en Blade Runner mientras diluvia sobre Los Ángeles; o, sin duda, ese lugar reservado e icónico de la ciencia ficción donde Luke Skywalker y Obi-Wan Kenobi acceden a un antro en el que se encontrarán con Hans Solo y Chewbacca, la cantina de Mos Eisley, en La guerra de las Galaxias.
Y esa nómina interminable donde se funden la realidad y la ficción, el homenaje y la moda, la devoción y el lugar de culto: Coyote Ugly en El Bar Coyote de David McNally; New York Grill (Hotel Park Hyatt, Tokio) en la inolvidable Lost in Translation de Sofia Coppola; The hitching Post (Buellton, California) escenario de Entre Copas de Alexander Payne; el Katzs delicatessen (Manhattan, Nueva York) en Cuando Harry encontró a Sally de Rob Reiner; el Café des 2 moulins (Montmartre, París) en Amélie de Jean-Pierre Jeunet, o el Caesars Restaurant (Gardena, de California, localización de esa maravillosa pesadilla que es Mulholland Drive de David Lynch.
Y entre fotogramas, escenas, parejas y asesinatos aflora un itinerario de combinados y cócteles: del Bloody Mary a la Caipirinha, del Gin Fizz, al Manhattan, o el Negroni. Sin duda para nostálgicos o devotos siempre es preciso referirse a un libro imprescindible, Beber de cine, embriaguez en la penumbra, ese recorrido por ciudades y bares que trazó el cineasta José Luis Garci. En su preludio, un diálogo simboliza perfectamente este trayecto de emociones y encuentros. Pertenece a Un ladrón en la alcoba, de Ernst Lubitsch: «Tiene que ser una maravillosa cena para dos. Quizá no probemos bocado, pero ha de ser maravillosa. /Entendido, barón./ Y, camarero.../¿Sí, barón? /¿Ve esa luna? / Perfectamente, barón. /Quiero esa luna en las copas. / Sí, barón. (Apuntando.) La luna en las copas».
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