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Marta San Miguel
Viernes, 10 de marzo 2017, 07:09
Para empezar, brindemos, que detrás del primer trago está siempre la promesa de que algo puede suceder. Y eso que tiene trampa: justo en el momento de rozar las copas, uno ya ha asumido que lo importante no es lo que suceda sino el proceso en el que pasa; la transformación mientras se habla, mientras se bebe, sin sed, con ganas. Esa especie de mutación se da en un lugar, ese espacio que llamamos bares y que es en realidad un artilugio cultural que lleva siglos imantando vidas. Irradian y atraen, y tras su leyenda se impone una simbología que recurre a términos como refugio, como antro, como pretexto para definirlo porque ¿qué es un bar sino un hogar sin sábanas?
Parte de la historia de nuestra ciudad no se entendería sin el efecto del Drink Club allá por los años 60, como tampoco se podría completar sin atribuir el mérito ético y estético al efecto del Rvbicón en la calle del Sol. Sus puertas verdes, que este fin de semana celebran 30 años abiertas, han visto salir y entrar a generaciones transformadas por el tiempo, la palabra, la bebida, la música. ¿Qué sería hoy ese barrio sin la insistente presencia de sus bares, sin el puente tendido entre el Rvbicón y lo pasajero? Tras su barra, la voz diaria de sus hacedores, Moncho y Marcos, que más que vinos o cervezas parecían servir deseos con pimienta y sal, se ha generado una trama de vidas ajenas que ahora son la vida propia del local, esa vida que comulga con la imagen del fotógrafo Jorge Fernández coronando en relevé la mirada fija de una bailarina que abre los brazos en blanco y negro para decirte ven, entra, pon tus manos sobre mí y baila.
A propósito del aniversario del Rvbicón cabe preguntarse hasta qué punto un bar es capaz de modificar una ciudad, la calle, el barrio donde se ubica; cabe preguntarse y dudar de si un bar es sólo un lugar al que se va o es más bien un artefacto que nos maneja. «Hasta qué punto modifica no lo sé, pero que produce efectos, no cabe duda. Después de todo es un punto de encuentro, que atrae gente, que se comunica entre sí, y eso siempre genera consecuencias, aunque sólo sean cambios en el estado de ánimo», dice el escritor Juan Tallón.
Es imposible comprender qué tipo de lugar es un bar encarando la duda de frente. Entender que no definir estos lugares requiere acercarse por los lados, driblando, como el que evita rozarse con la gente cuando trata de llegar al baño que siempre está al fondo, al final, lejos del sitio. En su libro Mientras haya bares (editorial Círculo de Tiza), Tallón aporta pistas. El periodista lo hace trazando un recorrido por los términos cotidianos en los que transcurre la vida, un anecdotario de experiencias, huellas literarias y reflexiones que contienen lo mejor y lo peor de cualquiera que se atreva a leerse. De entre esas huellas destaca la que da nombre al libro y que condensa el porqué de un homenaje como el que este fin de semana merece el Rvbicón: «Cuando todo te parece una mierda, y a lo mejor lo es, o no hallas refugio contra tus fantasmas, o cuando en casa hay demasiado ruido, incluso demasiado silencio, pero necesitas seguir escribiendo, siempre te queda el bar. De hecho, mientras haya infierno y bares cerca, hay esperanza».
Narrativa canalla
La portada del libro la acompaña el cerco de vino que deja una copa al posarse, símbolo de una huella cuya mancha no se quita. ¿Por qué limpiarla?, ¿qué hay en un bar que en las noches deja surcos? La cercanía de la barra, lo poético de una resaca, la relación del alcohol con escritores y periodistas, el arraigo de lo canalla en la narrativa que aún perdura en cierta tinta impresa. Todo esto fluye por las páginas de un libro que encuentra acomodo en la celebración. Así, en el texto titulado Sesión vermú se cuestiona Tallón: «¿Qué cabe esperar de una sociedad silenciosa, tranquila, que sólo piensa en lo que hay que pensar y hace lo que hay que hacer? Nada, salvo la garantía del aburrimiento». Es precisamente el estado de ánimo que irradia un bar hacia sus afueras lo que le confiere su poder: «Los bares pueden modificar zonas e incluso ciudades al convertirse en atractores que condicionan la vida que les rodea y en ese sentido tienen capacidad de transformación social».
Lo apunta el psiquiatra Rafael Manrique. Ha coordinado la publicación de Bar Adentro (editorial El Desvelo) en el que sus cuatro autores (Carmen Barbero, Carlos Crespo, Amaya Sampedro e Inmaculada Sanz) abordan en un relato coral su visión de los bares. El libro no trata de definirlos sino más bien de contenerlos, de homenajear su «profunda dimensión cultural y antropológica que ayuda a entender las claves para interpretar la sociedad en la que vivimos».
En las ciudades, en los pueblos y hasta en las carreteras nacionales sin iluminar, el bar es el mapa y a la vez el territorio pero, ¿y por dentro, qué sucede en sus entrañas?
¿Qué hay más especial que el arraigo a un lugar llamado barra? En la cuerda floja de la rutina los espacios de alterne son el mejor lugar donde caer. Pero ahí se cae de lado, no de frente. De frente sólo hay un camarero que mira y observa, que escucha, que disimula sus juicios en el mejor de los casos, porque en sus párpados está la intimidad que otorgan las persianas. «El bar tiene algo atmosférico, abrumador y feliz, sin contar la bebida. Todos sabemos que, por momentos, la vulgaridad es una hamaca y que la vida, después de todo, está compuesta de unos momentos por aquí y unos momentos por allá. A continuación, te mueres». La fuerza del instante gana en vértigo cuando se consigue llegar a la cima del taburete; alcanzarlo es como salir de una carretera secundaria, aparcar y ver cómo los otros coches se alejan con sus luces encendidas.
La barra, un escritorio
«Estoy en el Café Gijón, en el capulo del meollo del bollo, aquí es donde pasa todo. Pero no pasaba nada». Francisco Umbral hizo del bar una urbanización con vistas a otra vida posible. Tras él, más firmas, como el propio Tallón, David Gistau, Manuel Jabois o Antonio Lucas, han configurado espacios en la prensa diaria con afán canalla y descreído al conceder protagonismo a esos lugares donde todo está a punto de pasar aunque lo único que pasa es el tiempo. Beber como argumento. Perder la conciencia y contarlo. Lo grotesco del otro hogar donde sucede lo improbable como actitud, ¿cómo no ser escenario para los creadores?
Rayuela nació por las cafeterías de Buenos Aires donde Cortázar posaba los perfiles de su Maga hasta que acabó por aparecérsele. Lo mismo con Alfonsina Storni en el Tortoni o las greguerías de Gómez de la Serna en el mítico Café Pombo de Madrid. No es de extrañar que a pesar de su irreverente acústica, los bares sean el mejor lugar donde encontrar la soledad. El templo para muchos escritores donde posar desnudas a sus musas. Acodadas en la barra, contorneándose por las esquinas entre botellas de cristal que brillan bajo halogénos amarillentos. «Cuando eres escritor y te dejas caer por un bar todo puede suceder. Incluso vomitar sobre un poema recién escrito, como Dylan Thomas en la White Horse Tavern» de Nueva York, donde autores como Hunter S. Thompson o Norman Mailer saciaban su sed y otros instintos.
No eran los únicos, ni mucho menos. Julio Camba decía que el alcohol desarrolla «un sinfín de virtudes: la castidad, la docilidad, la imbecilidad». Tallón sugiere que «nunca sabes si de una gota va a salir una columna, incluso una novela entera». Sin embargo, otra forma de creación es posible cuando llega la madrugada y los cerrojos encierran la noche por fuera. Entonces, puede pasar que se encuentren una noche cualquiera de Santander el poeta Luis García Montero y el músico Quique González en un mismo bar; en tal caso, lo que sucede es que el piano que parece sólo un mueble en el fondo del Rvbicón se convierte de pronto en lo que es, en un instrumento que recupera su naturaleza desafinada y suena bajo la voz del poeta como si nunca hubiera sido la tapa de madera que en ocasiones alguien usa como reposabrazos. En esas circunstancias nadie escribe, pero suena de repente como algo inevitable Aunque tú no lo sepas, y los que están dentro del bar asisten a un viaje del que, con los años, no sabrán volver.
Eso ha sucedido en el local de la calle del Sol, y sucede de otra forma cada día, semana tras semana, entre copas y abrigos colgados; sucede en los dibujos a mano alzada de los diseñadores que lo frecuentan, sucede en el jazz que suena cada miércoles, también hay poetas que escriben mientras hablan, y pintores que eligen colores aunque sólo haya sombras. No hay rincones intocables ni templos donde un día se sentó un autor reverenciado, el Rvbicón sobrevive a su leyenda quemando velas de colores, con palomitas y pimienta para amortiguar los hielos y las charlas, la misma grasa en los dedos que ensucia el programa de actos de Sol Cultural, que cada solsticio invita a conmemorar la calle como lugar de encuentro.
El ruido como lugar
Decía el compositor John Cage que la música no se debía escuchar en el «silencio sagrado» de una sala de conciertos sino «con las ventanas abiertas, en la calle en los bares». Resulta paradójico que fuera él precisamente quien lo dijera, habida cuenta de que una de sus composiciones más importantes fue una oda al silencio: 4.33, en la que durante ese tiempo no se escucha ni una sola del piano. La pieza es la metáfora de esa calma que encuentran muchos autores en el ruido de la multidud. La soledad se rodea de ruido y gente, y nada más solitario que la mente de un autor cuando está buscando la palabra que merodea entre su frente y las manos. La música, la voz, el ruido, el murmullo, el jaleo... todo va de la mano de los bares. Y aún así, siempre hay versos que lo sobreviven.
Sostiene Juan Tallón que José Hierro fue el último «poeta de bar», como si fuera posible desligar la creación de estos lugares. La escritura surge donde está la vida. En Santander, Pepe Hierro dejó en la mesa de formica de bares como El Juco, en la calle Cádiz, su huella, lo invisible del milagro de un verso. En Madrid lo hacía en La Moderna. «Pepe escribía y sorbía chinchón como si la poesía fuese esa hora y media de partida de tute diario, durante la que te olvidas que eres mortal, y que antes o después tendrás que abandonar tu hogar para regresar a tu casa», cuenta Tallón en su libro. Esta redención del extranjero doméstico, Manrique lo atribuye a un equilibrio precario «pero eficaz» entre estar solo y acompañado: «Los bares generan sentimientos de protección, ausencia de crítica, aceptación, todo el mundo puede estar sin tener que cambiar y eso da un bienestar que no lo da a veces ni el hogar», dice. «En el bar se despliega radiante eso que se entiende como la insoportable levedad de la existencia», sostiene en Bar adentro: «Allí se observa y se es observado. Se confía y se desconfía. También se asoma uno a nuevos peligros y surgen nuevos miedos o se cristalizan los que ya se tenían. El conjunto de todo ello va perfilando eso que llamamos subjetividad y que en el bar se crea y se pone a prueba».
Todo sucede cuando el bar abre las puertas. «Entiendo que la gente alega que sin horarios la realidad se nos escaparía entre los dedos como si fuese zumo. ¿Pero y qué me dicen del placer azaroso de lo extemporáneo?», se pregunta Tallón. De ahí el último refugio del bar, el lugar donde el tiempo puede ser más largo, donde se puede brindar con la promesa de que algo pueda suceder. Aunque al final no suceda nada, salvo la vida.
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Ana del Castillo
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