Secciones
Servicios
Destacamos
En casi todas las familias hay alguien que recopila las anécdotas del pasado. Las cuenta en una cena, en un viaje, en un bautizo y, de pronto, las personas que uno tiene delante adquieren una dimensión irreal, como si sus cuerpos se desdoblaran y fueran ... una versión de los hechos y, a la vez, la representación disimulada de los mismos. La familia es ese lugar donde uno se reencuentra a diario con lo que no comprende de sí mismo, y sin embargo, en la anécdota que se cuenta está la explicación de todo. En ese ínfimo detalle se puede comprender ese todo que cabe en un cuerpo, se desdoble o no. Por eso cuando la escritora Elena Poniatowska novela un episodio infantil de Leonora Carrington, como es el enfado de un padre con una hija, nada hace presagiar que dicho enfado será el catalizador de algo más poderoso que la propia memoria para transmutar los hechos en identidades. Harold Harrington, al que Leonora presenta en sus 'Memorias de abajo' (Alpha Decay) como el causante de su caída a los sótanos del cántabro doctor Morales, es el detonante de un proyecto volador, una potencia de centauro que aúna en la joven británica la estética y la voz, la escritura y la pintura, alentadas ante cada página o lienzo por el fuego abrasador que vio de niña, cuando aún ni había rozado el surrealismo (lo hará años después tras conocer a Max Ernst en París en 1937). Como esa anécdota que alguien cuenta porque su carácter transformador la ha vuelto inolvidable en la familia, ahí está el cabreo de un padre porque su hija monta a horcajadas un caballo de madera: es Tártaro y se hablan en sueños y lo ama. Y ahí está la rabia de un padre porque su hija se siente más animal que persona, la ira de no poder doblegar al caballo que galopa bajo las uñas de Leonora y que le lleva a prenderle fuego. Ese balancín es donde Leonora aprendió a dejarse llevar, donde galopaba siguiendo un instinto que la llevó años después a construir un corpus artístico en el que el surrealismo era una forma de respirar, de comer, de tocar y desfigurar el mundo porque el mundo no puede domarse al antojo de una única estética, pura y fija. Porque todo se desdobla, Tártaro no era solo un caballo de madera, ni esa historia una anécdota más. La prueba está en que, desde entonces, es imposible no ver en el gris de sus cuadros las cenizas del rescoldo de crines quemadas y carne en la esquina del salón donde ardió; no es posible mirar esos cuadros un siglo después sin sentir que los pintó como si el viento le estuviera dando en la cara al galopar aún sobre Tártaro.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.