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Como si acariciara las palabras. A veces musitaba monosílabos que presagiaban hondas reflexiones. Otras rumiaba un vocablo y lo dejaba caer, áspero o contundente, arrebatado por un hallazgo. Y casi siempre interumpía el discurso para mirar. Era un poeta que pintaba. Y un pintor con ... la caligrafía clara. A medio camino entre el cielo protector de una gramática personal y el trazo cazado al vuelo. Se ha muerto Julio Maruri (Santander, 1920).
Artista, en cualquier caso, porque tenía voz y mirada. La obra literaria y la pictórica se entrelazan y se repelen azarosamente en el tiempo de una biografía que, de igual modo, se acerca y se aleja de Santander. Como su obra, era cobijo y pausa, silencio y destello. «Celeste humanidad, cuerpo de todo,/ que hace inhumano al ser/ en quien palpita el ala y pesa lodo/ de amar y saber;// inhumano gemir de los sonidos/ y triste humanidad/ del hombre que pobló infinitos nidos/ en rigurosa soledad». Maruri falleció la noche del pasado miércoles a los 98 años en la Residencia de Cueto. El dato revela que era el decano de los poetas españoles. Pero lo importante es esa coherencia expresiva de su vocabulario y la intensidad y frescura de una voz reivindicada tardíamente y aún por descubrir en muchos casos.
El hombre y el artista fueron recobrados y reintegrados definitivamente en su tierra gracias a la labor de apoyo, mecenazgo y reclamo intelectual que José María Lafuente llevo a cabo desde los años noventa. Hace cuatro años la editorial Visor, una de las ventanas emblemáticas de la poesía española, publicó la Antología Poética de Julio Maruri, en edición de los poetas Juan Antonio González Fuentes y Lorenzo Oliván que permitió situar justamente su obra y poner el foco nacional sobre una obra casi desconocida.
Vinculado al grupo Proel, integrado, junto a Carlos Salomón, José Luis Hidalgo, José Hierro o Enrique Sordo, comenzó a publicar sus libros en la primera posguerra, y se dio a conocer con 'Las aves y los niños' (1945), subtitulado «elegía», su canto por la infancia perdida, donde ya asoma «una poesía desnuda que economiza verbalmente el lenguaje hasta extraer el significado puro de la palabra», como ha subrayado el poeta y crítico Carlos Alcorta.
«Dejadme así vivir serenamente/ mi sueño sin estorbo,/ mi pasión sin ciudades, mi quimérico/ reino del viento loco». Maruri –como otros de su tiempo– «se evade de la grandilocuencia y aspira a impregnar el poema de ternura y de melancolía» escribía el crítico y premio Príncipe de Asturias, Ricardo Gullón, sobre el poeta santanderino cuando su escritura era un pálpito incesante de nostalgia e infancia, de palabra y curiosidad, de elegía y vida.
Maruri negaba ser poeta, pero ello nunca sonaba falsa modestia. Prefería evitar el término creador y huía de los estereotipos y de las etiquetas cómodas. Pero la palabra estaba adherida a su manera de nombrar el mundo y su pintura, nunca suficientemente reivindicada, era la claridad rotunda de su mirada.
Para redescubrir los pasos de este humanista que miraba la vida con la serenidad inquieta de quien indaga y se hace preguntas y para profundizar en los territorios de su visión poética, hay que volver también a 'Los años' (1947), su segundo libro, que obtuvo un accésit del premio entonces más importante de la poesía española, el Adonáis. Los editores del libro de Visor escribían: «Estos dos títulos de Julio Maruri retratan a un Adán doblemente exiliado, doblemente desvalido, doblemente invadido por las sombras (las del tiempo, las del deseo o el anhelo del otro), y hacen acaso mucho más comprensible la crisis espiritual del poeta y su relativo silencio sostenido».
En los años 50 tomó el hábito carmelita bajo el nombre de Fray Casto del Niño Jesús. Esa década no obstante fue muy fecunda. Expuso en renombradas galerías nacionales y publicó, en 1957, su Obra Poética, que sería galardonada al año siguiente con el Premio Nacional de Literatura.
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