Mañana iré a la peluquería y me cortarán esta melena mía del confinamiento, me parece que esa será mi verdadera vuelta a la normalidad porque me pondré después ante el espejo y veré a una persona parecida a la que yo era antes de que ... el coronavirus apareciera. Parecida, sí, pero no la misma. La vida no es estática, las cosas no dejan de cambiar. Todo es una permanente transformación. Hasta las piedras avanzan sin descanso por un lento camino que las empuja a ser otras cosas distintas. Ese es uno de los grandes misterios de la identidad. Que pasa el tiempo y, si nos paramos a pensar, somos los mismos de siempre y, a la vez, nos hemos convertido en seres distintos. Nuestro yo del pasado nos parece en ocasiones un extraño y lo contemplamos así, como sorprendidos de que aquel fuéramos nosotros. Por eso es tan raro encontrarse con alguien a quien llevamos largo tiempo sin ver, porque aunque algunas esencias permanecen otras muchas cosas son distintas. Conocemos, tras años sin habernos tropezado con ella, a la persona que tenemos enfrente y al mismo tiempo esa persona es una completa desconocida. Es una sensación rara, como cuando vas a bajar un escalón y el escalón no existe y viene ese tropiezo en el aire, un vacío repentino en la mente que se sorprende de pronto ante lo que no esperaba. Y en ese reflejo nos acordamos también de que nosotros hemos cambiado. Esta transformación permanente se acelera cuando se nos vienen encima los grandes acontecimientos, sobre todo los que quiebran el orden esperado de la existencia. Toda aproximación a la muerte es un abismo y una revelación de que la vida existe. Porque a veces damos por hecho que estamos vivos pero no hemos caído en la cuenta de lo que supone existir. Ante la idea de la muerte, ante su potencia, lo prescindible cae y aparece la lucidez de lo esencial. Por eso, los seres más luminosos suelen ser aquellos que se han visto obligados a caminar por el borde del precipicio.
Esta crisis del coronavirus nos ha llevado como sociedad a caminar por el borde de ese precipicio, a asomarnos a nuestra debilidad, a asumir que estamos vivos solo por un tiempo. Tomar conciencia real de eso, de que estamos vivos solo por un tiempo y que de que somos efímeros, frágiles y vulnerables, lleva a un cambio radical en la manera de vivir. Me pregunto, ahora que los centros comerciales están abiertos y será posible en breve sentarse a ver una película en la butaca de un cine, cómo nos transformará colectivamente esa vulnerabilidad a la que, por unos momentos, nos hemos asomado.
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