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Lo que sucede entre los resquicios de este fotograma encadenado y desencadenado, febril y sofisticado, es una celebración. Desde la primera recreación de un rodaje, desde el primer fragmento hasta el último –filtrado entre los títulos de crédito–, asistimos a un ejercicio de mitología poética ... entre la realidad y la ficción.
El último Tarantino (según el cineasta al borde de su decálogo finalista, antes de una retirada poco creíble) es un feroz, contundente, elegante y voraz acto de amor al cine. 'Érase una vez... en Hollywood' es su 'ocho y medio', la 'Roma' del cineasta de 'Reservoir dogs', una depurada y estilizada revelación de su identidad que construye un castillo de naipes marcados por filias y fobias, por homenajes y guiños, edificado sobre los cimientos de Los Ángeles. Todo, la realidad misma, es un inmenso decorado, y su pareja protagonista Brad Pitt y Leonardo DiCaprio (inmenso), en modo Robert Redford y Paul Newman, son los dos hombres y un destino, los médium de esta ouija sobre la pátina del tiempo y una época fundamental de la cultura popular USA donde todo se mueve hacia el sí del demiurgo Tarantino: Sharon Tate, Polanski (nuestros vecinos eternos), la luna y el firmamento cinematográfico de las luces de neón y los carteles de un Hollywood con sus miserias y grandezas.
Este crepúsculo de los dioses de margaritas, bloody marys, piscinas como las de 'El nadador' de Cheever, y alucinógenos es una fábrica de monstruitos, dioses fugaces y zombies que buscan su lugar en el mundo. El director de 'Malditos bastardos' se mueve en un terreno acotado por querencias y complicidades, por una mirada tan crítica como entregada, tan condescendiente como afilada. Y este álbum de sueños rotos, pesadillas y gigantes con pies de barro le sirve a Tarantino para desplegar su talento innato y jugar con todos a sugerir lo que no es, a parecer lo que no se ve y a estirar sus esencias: esa apariencia de no estar contando, esas conversaciones en bucle rotas por un gesto inesperado, ese itinerario de casi tres horas que se encamina hacia un final ácido, arrebatador, sublime en su fidelidad a un estilo y a una manera de entender el cine. Todo en 'Erase una vez...' es doble, visión y celebración, en un juego de espejos y reflejos: la pareja protagonista y sus roles; el Hollywood de ayer y el de ahora; la realidad y los sueños; los hippies y Vietnam; la belleza y la muerte; el decorado de cartón piedra y el actor en descomposición; el sol y las gafas de sol; la luz y la oscuridad; el texto y la imagen, en una casa de muñecas donde humor, farsa y perdición se funden en una reserva acotada por la vida y la muerte, el éxito y el fracaso, las señales de un mundo a punto de la extinción empujado por la llegada de otro.
Tarantino es el mismo cuando narra el jocoso encuentro con Bruce Lee, la divertida y lúdica escena de 'La gran evasión', o el diálogo entre DiCaprio y la niña, que cuando revela su destreza para encajar los flashback entrelazados de recuerdos y raptos del pasado como si la vida fuese la toma de un rodaje repetida hasta la saciedad. Estamos ante una obra mayor, una ópera-cine donde la amargura y la chispa, las miradas desesperadas y la sátira, la música y el fogonazo violento componen un deslumbrante retablo de cinefilia. A veces la película se detiene, y nosotros con ella, en ese deslizamiento por una autopista de L.A. Suena 'Kentucky Woman' de Deep Purple. El viento da en la cara y la vida es un fotograma que se escapa unas millas más adelante.
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