Pues bien, ha llegado ese momento: hay que encerrarse en casa. Punto
Cuaderno de excepción, día 1 ·
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Cuaderno de excepción, día 1 ·
He fantaseado muchas veces con algo así. No con un virus que acabase con la vida de miles de personas y hundiese la economía mundial, claro, sino con un acontecimiento que yo no controlara y que me obligara a estar encerrado sin apenas obligaciones ... . Con el tiempo, he descubierto que esa fantasía la comparten amigos y conocidos. Una amiga, incluso, me confesó que tenía un sueño recurrente: sufría un accidente que la obligaba a estar inmóvil en una cama de hospital. Supongo que secretamente somos muchas las personas que deseamos que nos obliguen a parar. Pues bien, ha llegado ese momento: hay que encerrarse en casa. Punto. Y además tengo que hacerlo por los demás, con lo que ni siquiera puedo sentirme culpable de mi inactividad, al contrario, si me encierro salvo vidas y puedo sentirme incluso una buena persona por el mero hecho de estar quieto.
No puedo hacer otra cosa que estar en casa con la despensa llena, con los libros, con Internet por supuesto. En mi caso, un encierro burgués en toda regla, ya me entienden. Con la calefacción, el paseo al perro, la breve caminata al supermercado o la farmacia. La fantasía se ha cumplido, qué bien. Ay, pero resulta que lo que es perfecto en un sueño no lo es en la realidad porque las fantasías cuando se hacen reales tienen consecuencias. Así que este encierro secretamente deseado es al mismo tiempo una pesadilla. Pienso en mis padres y comienzo a repasar sus achaques y busco en Internet las patologías asociadas a la mortalidad en caso de infección por coronavirus y una inquietud me va creciendo por dentro. Y entonces las normas las dicto yo, como si fuera el presidente del Gobierno pero en plan hijo: no salgáis, hago yo la compra, cuidado con los botones del ascensor. Y luego está lo de las noticias. Italia, el crecimiento exponencial del número de infectados, la falta de respiradores mecánicos, los británicos a lo suyo, el no se sabe cómo va a acabar esto, el desempleo, la crisis que nos va a dejar a todos temblando, la amenaza del colapso así como un taladro: colapso, colapso, colapso.
A media tarde, tras leer de forma obsesiva treinta o cuarenta noticias sobre el coronavirus, mi inquietud se dispara. Entonces cojo al perro, mi salvoconducto al mundo exterior, y nos damos un paseo solitario bajo la lluvia y veo que las ovejas y los burros y los árboles y los pájaros y las nubes y las piedras siguen a lo suyo. Y, de una forma que no sé explicar, esa impasibilidad de la naturaleza me llena de calma y me reconforta antes de volver a encerrarme en mi casa.
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