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No cabe cuestionar la enorme calidad de la obra narrativa de Vargas Llosa. Fue un talento ubérrimo, quizá el mayor que ha dado en su ... género la literatura en español del último medio siglo. Pero alguien debe decir que el autor de 'Conversación en La Catedral' fue, antes que un gran escritor, un tipo listo. Supo estar siempre en la onda, supo adaptarse, cambiar a tiempo. Aquel niño bonito, genuino espécimen de la burguesía criolla, militó en la izquierda revolucionaria cuando era obligado, años sesenta, para abrir pronto los ojos a la realidad del régimen castrista. Huyó de las cadenas dogmáticas del comunismo y de la estrechez de la vida intelectual sudamericana, para abrirse, libro a libro, al aire halagador de España y de Europa.
Así tuvimos ya a un gran escritor latinoamericano liberal, o mejor, neoliberal, muy militante, que es algo que reluce mucho en la España de hoy donde las figuras de esa cuerda ideológica todavía son raras, aunque no menos sistémicos que las otras. Y se convirtió en el escritor egregio por antonomasia, investido del rol de gurú intelectual del centrismo político. Todo un prócer. Pero el cardenal Vargas Llosa (Peter Handke dixit) supo ponerse siempre tan a favor del viento de la Historia que ese mismo viento se lo ha de llevar en seguida. No será un inmortal, como Márquez o Cortázar o Rulfo o el mismo Ribeiro, su compatriota.
Pero no es ese oportunismo ni las frivolidades de su vida privada lo que me distancia de él, sino su concepción de la novela. Vargas representa muy bien lo que yo llamaría la novelística industrial. Mucha técnica narratológica, mucha labor de documentación y de análisis metaliterario, pero poca inventiva, poca fabulación vital y verdadera. 'Pedro Páramo' o cualquier novelita de Onetti me dicen mucho más que 'La fiesta del chivo'.
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