Álvaro Pombo
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Álvaro Pombo
Cuatro días a la semana va dictando sus textos a Iñaki Laguna Aparicio. A sus 85 años, atendido en casa por Aurelia Rosu, está operado de las dos rodillas y las dos caderas (la última operación ha sido a principios del último julio). Ha ... pasado temporadas muy delicadas de salud. Pero trata de no faltar cada jueves a la Academia. Si algo caracteriza al santanderino Álvaro Pombo es su valoración del contertulio y la conversación incesante sobre los temas más variados. De hecho, es claro que en la transcripción de esta entrevista se pierde mucho de lo que realmente manifiesta. El Premio Cervantes era un galardón que, en efecto, anhelaba, aunque no lo esperara este año. No oculta su satisfacción por ello y lo bien que le vienen los 125.000 euros que le van a dar: «Me vienen como pedrada en ojo de boticario». Atiende a los amigos y devuelve al rato amablemente las llamadas telefónicas que no ha podido atender antes. Casi cien llamadas perdidas se acumularon el pasado martes en su móvil, después de hacerse público el fallo que le comunicó el ministro Urtasun. Afirma que «escribir es lo único que hago bien, porque soy un manta haciendo matemáticas y corriendo».
-El premio Cervantes es ante todo un gran reconocimiento...
-Es un supremo honor, un reconocimiento supremo.
-Parece además que ha sido un reconocimiento unánime.
-Eso es muy satisfactorio. Jorge Luis Borges hablaba de «la noche unánime». A mí me parece un acierto poético de primera magnitud. Parafraseando a Borges yo diría que fue «la tarde unánime». Las tardes y los atardeceres no suelen ser experiencias unánimes para mí sino estructuras agrestes, multiformes, difíciles de domar en ocasiones. Y tú, Mario Crespo, has redactado cincuenta y cinco folios que se enviaron al jurado y que unánimemente han sido la causa eficiente y final del premio.
-Sucede en el premio a Luis Mateo Díez, compañero en la RAE.
-Es un honor sucederle en este Premio Cervantes. Cuando me enteré el pasado año que acababan de dárselo a él envié una carta en propia mano, la de Aurelia Rosu y la mía propia, para felicitarle. Luis Mateo Díez tiene una hermosa cabeza gris con un perfil cada vez más marfileño y delicado. Tiene una voz muy clara. Sus intervenciones en el pleno de la Academia son tranquilas, oportunas, con una sensatez de buen administrador, buen hombre de leyes. Es un escritor de oro de ley, un leonés antiguo, minucioso, marfileño, inspirado.
-¿Todo esto hubiera sido posible sin Herralde y Anagrama?
-No, no habría sido posible. Esto hay que destacarlo. Regresé a España en el año 1978 y en 1983 gané el premio Herralde con 'El héroe de las mansardas de Mansard' y el segundo premio con 'El hijo adoptivo' en la misma tacada. Fue una gran explosión en mi conciencia de mí mismo. Llevaba yo cinco años con el manuscrito de 'Variaciones', que finalmente gracias a Tono Masoliver me publicó Esther Tusquets en Lumen con el premio El Bardo en 1977, y tres libros acabados, 'Relatos sobre la falta de sustancia', 'El parecido' y 'Protocolos', sin atinar con editorial ninguna. Eso fue a mis cuarenta y tres años una experiencia virtual del fracaso. Creí que no era capaz de verme nadie u oírme nadie.
-Pero lo hicieron.
-De pronto una tarde unánime la voz de Jorge Herralde al teléfono, tartamudeando un poco, como de costumbre, me habla de la concesión del primer premio de Narrativas Hispánicas de Anagrama: ahí, gracias a él mismo, a Anagrama y a Laly Gubern, empezó mi bum personal, como si yo fuera un gran escritor sudamericano oculto en Madrid disimuladamente, traduciendo textos ingleses y franceses en el Banco Hispano Americano, con una nostalgia de la Chacarita o de Bahía Blanca o de la Pampa. Se cuenta que, en una ocasión, llevado hasta el pie de la inmensa Pampa, exclamó Borges: «¡Carajo, la Pampa!». Y tengo la impresión de que Marcos-Ricardo Barnatán me aseguró que esa fue la primera y última vez que Borges habló escandalosamente mal y escandalosamente bien, su corazón desbordado ante la Pampa unánime.
-Aclare el titular de estos días de que «Cervantes era un pringao». ¿Qué le parece llevar un premio con su nombre?
-Entre nosotros es un honor supremo que el premio que he recibido sea el Cervantes. Don Miguel de Cervantes tenía, creo yo, la tozudez y la humildad de los grandes supervivientes. Nadie creyó nunca que sería comparable a los grandes medallistas áureos del Siglo de Oro de las letras españolas. Escribió 'El Quijote' en dos tomos como quien toma en el atardecer disoluto dos copitas de licor de café para aliviar el pecho contristado y abatido. Sus geniales tenacidad y humildad nos dieron 'El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha'.
-En la concesión del Premio se destaca su estilo propio, que sólo se parece a usted mismo y que no es igual que el resto de autores de su generación. ¿Qué opina sobre estas valoraciones?
-Son consecuencia, pienso yo, de mi larga ausencia de España y de mis dificultades de sociabilidad. Soy realmente un escritor monástico y aislado. Creo que eso es bueno para ciertos temas, tempos y matices de las narraciones que yo narro.
-Además de setenta años, ¿qué diferencias hay entre el Álvaro Pombo del Colegio San José de Valladolid y el de la actualidad?
-Ninguna. El niño viejo que fui y el escritor viejo que soy somos uno y el mismo, unánimes, nunca mejor dicho. Pero aquí un recuerdo de los Escolapios de Santander: El padre Manuel Sedano, de literatura, y el padre Constantino, de francés, que editaban la revista 'Colegio', donde yo empecé a publicar versos y artículos hasta llegar a seis piezas a finales de aquel mes de mayo emulando al poeta oficial del colegio que era y será siempre Alfonso Peña Cardona.
-Aunque cursó dos veces filosofía, se podría decir que hizo la carrera de una vez largamente, porque en Madrid fue más bien una filosofía especulativa y en Londres una filosofía analítica.
-Tuve suerte en Madrid con dos profesores, José Luis López Aranguren y Oswaldo Marquet. Y tuve suerte en Birkbeck College de Londres con todo aquel pragmatismo y devoción filosófica conceptualista de los de aquel college en aquel momento. Recordaré siempre las secciones sobre Platón y Aristóteles del decano David Hamlyn. Y también, curiosamente, el elogio del más severo tomismo, el conceptualismo aristotélico tomista que se hacía en aquella institución. No salí filósofo del todo. Aunque mis críticos siempre dicen que escribo novelas filosóficas, la verdad es que, como Paul Valèry, sólo he tomado de la filosofía su resplandeciente color.
-Ahora encendemos la habitación para que tengan unas luces unánimes y deje de ser una estancia plurimembre. Es un escritor anglófilo por formación y experiencia. Por ejemplo, con su conocida devoción por los escritores anglosajones.
-Al final mi héroe filosófico acabó siendo una pensadora novelista, Iris Murdoch, que amaba al mismo tiempo contar la filosofía de Platón en sus largos relatos sobre la clase media-alta intelectual británica. Obtuvo el Booket Price por un gigantesca novela titulada 'The sea, the sea' ('El mar, el mar'), que he releído cientos de veces.
-Y también en Inglaterra se aficionó a leer la prensa diaria.
-Me convertí en un lector de periódicos en Londres. Leía 'The Times' y 'The Guardian', a primera hora de la mañana, y 'The Evening Standard' al volver de la oficina por las tardes. Traje una maleta grande llena de recortes de periódicos ingleses cuando volví a España en 1978. La lectura del periódico era para Hegel el vademécum del pensador. Y sigo siendo un lector de periódicos mañanero, soy madrugador. Todos recordamos a Sánchez Ferlosio en el Café Comercial a media mañana sepulto entre periódicos. Yo hago algo parecido pero en casa y escribo pocos artículos por motivos que se explicarán próximamente en mi escandaloso artículo de El Diario Montañés titulado 'Los artículos'.
-Alguna vez hemos hablado de la relación entre Ezra Pound y T.S. Eliot.¿Tuvo alguien que le le tachara los versos?
-José Antonio Marina fue mi Ezra Pound, pero no un Ezra Pound estilista y poeta sino ontológico y fenomenólogo. Y naturalmente yo viví la experiencia eliotiana tan saludable y tan difícil de tragar en ocasiones. Me refiero a los 'Four Quartets' que son en parte filosofía poética y a su actitud de respeto a los maestros Ezra Pund o los metafísicos ingleses del XVI que consideraban la 'correctio fraterna' en sus textos como la más alta obligación, como una alta lección de amistad y de ética intersubjetiva. Recuérdese que los monjes de clausura cantan todos los días, en sus alabanzas al Señor que son los Salmos, la frase «quam bonum et quam iucundum habitare fratres in unum»... Qué alegre es habitar con nuestros hermanos si a la vez que hermanos son nuestros más severos críticos literarios.
-Es un escritor que dicta las novelas, como hacía Henry James...
-El dictar se ha vuelto para mi tan imprescindible como lo fue para Henry James en sus tres grandes últimas novelas. James es un escritor que para mí ha sido importantísimo. Al principio no dictaba. Pero comprendió que era fundamental hacerlo para que tuvieran 'taste'. Dictaba y observaba en la cara de la persona a la que dictaba si le daba miedo lo que estaba contando.
-El hombre tiene historia y no naturaleza, eso es un pensamiento de Ortega. La historia nos remite a la narratividad, nos conocemos hablando. De hecho nuestra relación, y la que tiene con otros amigos, es de una conversación incesante.
-Mi vida a los ochenta y cinco años se va volviendo cada vez más una conversación incesante. Pero en lugar de ser, converso con el hombre que siempre va conmigo. A mí me parece que esa conversación es casi por esencia cesante. Porque el hombre que siempre va conmigo tiene tan poca sustancia como tengo yo. Dice Juan Ramón en la primera línea de 'Espacio', «los dioses no tuvieron más sustancia que la que tengo yo». ¿Quién tiene entonces más sustancia que yo? Los contados amigos con quienes converso inacabablemente.
-¿Es un escritor raro que escribe de temas raros hoy, como un ensayo sobre Dios ('La ficción suprema')?
-Mi buen amigo desde hace sesenta y tantos años José Antonio Marina suele decir que escribo sobre asuntos, como la teología y Dios, que hoy en día no le interesan a nadie. Ahora estoy a punto de escribir un artículo teológico titulado 'La homosexualidad como don de Dios'. Aquí la teología vuelve a ser la 'sciencia scientiarum' como fue la Escuela de Salamanca en los siglos XVI y XVII. Un gigantesco conjunto de reflexiones teóricas pero también prácticas sobre la vida real. No hay nada más real que la sexualidad humana y, en concreto, la sexualidad que algunos, equivocadamente, llaman 'torcida', la homosexualidad masculina y femenina.
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