
Fernando Aramburu
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Fernando Aramburu
A Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) le satisface más escribir cuentos que novelas. El autor de 'Patria' engavilla una inquietante colección de relatos en 'Hombre ... caído' (Tusquets). Ficciones tan divertidas como oscuras que entran en la trastienda de nuestras conciencias. Una mujer abandona a sus padres enfermos para fotografiar ardillas; un hombre tendido en la calle al que no pueden ayudar los transeúntes, o la compra de un peluche de segunda mano que se torna algo terrible. Sorpresa, angustia, ironía y terror conviven en los cuentos de un narrador que se siente «extraño en todas partes».
–Un placer saludarle tras su 'muerte digital' ¿Gajes del oficio?
–Temí que mi madre se llevase un gran susto, pero fue una simple anécdota.
–¿No es síntoma de la muerte de la verdad? ¿De que nada es fiable?
–No creo que la hayamos matado la verdad. Antes una muerte falsa se quedaba en el barrio. Hoy la difusión es formidable. Nuestra intimidad se airea tengas o no relevancia.
–¿La literatura es una preciosa manera de mentir para decir verdades como puños?
–La palabra mentira me resulta muy antipática. Tiene una intención dolosa. Prefiero hablar de ficción, para la que somos animales muy dotados. Los mayores nos revelan la vida por medio de la ficción, nuestro primer aprendizaje. Un conocimiento exhaustivo de la vida requiere muchos años, conversaciones, experiencias, viajes... y la ficción suplanta la realidad al tiempo que la muestra.
–Los cuentos de este libro son inquietantes. Hielan la sonrisa.
–Cuando escribo cuentos tiendo a mostrar los aspectos menos nobles y más oscuros de la especie humana. No sé por qué. Quizá el formato se presta. No es raro que combine la crueldad con el humor, la muerte con la burla. Va con mi manera de ser. Son las historias que me gusta contar y leer.
–¿Son cuentos con moraleja?
–Jamás escribo para conducir a los lectores a una enseñanza. Son reflejos de la vida.
–De vidas llenas de piruetas, mentiras, abandonos, sevicias, traiciones...
–En mis cuentos se solapan varias historias No escribo costumbrismo ni trato de retratar al ser humano de mi época, cosa que podría hacer en las novelas. No me apetece escribir bagatelas. Hasta donde el talento me lo permite, entro en ámbitos inquietantes, oscuros y malvados de la especie humana. Lo inconfesable es parte de nuestras vidas.
–¿La novela es transpiración y el cuento inspiración?
–Me produce rechazo definir el cuento en contraposición con la novela. Son mundos creativos distintos, por más que ambos sean la elaboración de un texto. Pero tienen razón quienes definen el cuento como un género centrípeto. No admite la pérdida de atención, el exordio o la conformación de personajes. Deben estar hechos de fábrica.
–¿Le satisface más abrochar un cuento que una novela?
–Escribir cuentos es lo que más me gusta. Gozo con más intensidad. El cuento exige instinto, olfato e intuición. La novela es planificación e intensidad. Requiere mucho oficio, horario, constancia, documentación... Un profesionalismo que despacho de la mejor forma posible.
–Chéjov, Poe, Carver, Salinger, Kafka, Rulfo, Kafka, Conrad…? ¿Afinidades?
–Los he leído a todos de manera activa, analizándolos con la esperanza de robarles trucos y recetas. Ya me gustaría que me hubieran influido. Algo se me habrá quedado. Añado a Ignacio Aldecoa, José María Merino, Cristina Fernández Cubas o Emilia Pardo Bazán, cuya desventaja es no haber escrito en inglés o francés.
–¿Confía más en sus personajes que en sus semejantes?
–Sí. Los personajes piensan y hacen lo que les dicto. Pero mi literatura nace de la fascinación por mis semejantes, que combina la veneración y el rechazo. No pienso con ingenuidad que todo el mundo es bueno. Tampoco creo que todos sean malos.
–¿Hay que incomodar al lector, agarrarle por los hombros y zarandearlo?
–Quizá. Como lector, no tengo nada en contra del placer estético, ni dejo de dormir por leer textos que me atemorizan o incomoden. Pero cuanto más complejo sea el pisto más rico estará.
–Tiene una obra reconocida, pero no aparece ni en las quinielas de la RAE ni del Cervantes.
–Ni falta que hace. No me quita el sueño ni lo uno ni lo otro. Estudié filología, pero no estoy preparado para ser académico. No es lo mío. No podría asistir con regularidad a las sesiones. Escribir es recompensa suficiente. Mi editorial me apoya y difunde muy bien mis libros. Desmentiría la educación que recibí si exhibiera en público la quejumbre. Hay un requisito necesario para ganar el Cervantes, la senectud, que no cumplo ni deseo cumplir.
–Vive en Hannover. ¿Qué siente ante la escalera ultra en Alemania y otros países?
–Estoy empeñado en que la realidad política no ocupe demasiado espacio en mi vida. Me cansa. A mi edad, poco puedo intervenir en asuntos públicos. Pero siempre creí que alguna razón tienen quienes hablan de la condición pendular de la historia. No hay nada definitivo en la acción humana. Ahora circulan una serie de esperanzas, de soluciones drásticas que son inquietantes por cuestionar la convivencia. Y eso no me gusta.
–¿Alguna vez le hicieron sentirse extranjero o excluido en Alemania?
–Me siento extraño siempre y en todas partes. También en mi tierra natal. Por lo que he visto y por mi manera de ser. Hay una suerte de membrana que me separa de lo que me rodea. Una sensación de extrañeza que es buena para escribir. Llegas a los lugares como observador y debes aprenderlos e interpretarlos. Te fijas en cosas que no ven los lugareños. Pero persiste esa sensación de no pertenencia, de ser un poquito raro, distinto. Visito mi ciudad y veo que he dejado de leerla. Ha desaparecido una gran parte de mi infancia, sus comercios, se han derribado edificios…No tengo la sensación de estar asimilado al paisaje. No puedo reprochar a Alemania que me haya tratado mal. Al contrario. Fui muy motivado, no como un emigrante que se juega la vida cruzando el mar. Podría contar alguna anécdota y como alguien me faltó el respeto por hablar con acento, pero son minucias en comparación con la cantidad de amigos y el buen trato recibido.
–En Estados Unidos prolifera el saludo nazi, ¿cómo en los años veinte y treinta?
–Cometemos el error de explicar el presente mediante cotejos con el pasado. No creo que estemos igual que en los años 30. Pero es cierto que el pasado ofrece un escaparate de mitos y modelos, algunos indeseables, que produjeron enormes tragedias. Pero así de momento frágil es el ser humano cuando gestiona enormes realidades colectivas sin preparación, sin buenas intenciones e intereses particulares.
-En tiempos de crispación y polarización, en la era del odio ¿el humor es más necesario que nunca?
–Sin humor la vida sería insoportable. La crispación es la sustitución del humor y la ironía por el cabreo. Quien quiera estar cabreado los cuatro días que vivimos, allá él. El humor no es una elección para mí. A veces me freno para no ser inoportuno. Siempre elogio el humor de mi padre. Disfrutaba haciéndonos reír y me lo contagió. El humor tiene un ingrediente de elegancia y de antídoto contra el sentimiento trágico de la vida. Pero no todo humor es comedia. El mío no persigue la risa.
–¿Qué le quita el sueño?
–No vivo solo. No me gusta sufrir, ni ver sufrir. Ni ciertas derivas colectivas. No pierdo de vista avatares políticos. Alemania es un país cercano a Ucrania y el eco de las explosiones llega más que a otros lugares. Esa presencia constante de la muerte, de los edificios derruidos, de los misiles que atraviesan el cielo, de los arsenales... todo me inquieta.
–El éxito literario y el bombazo de 'Patria' ¿le cambió la vida para bien o para mal?
–El éxito lo deciden los demás. Tiene un ingrediente de trastorno innegable. Pero no me quejaré. Ha sido positivo en el doble sentido. Lo digo sin tapujos. Me ha dado lectores y estabilidad económica, algo que no había conocido en mi vida. Eso significa que puedo dedicarme a escribir lo que quiera. Me dispensa de aceptar tareas alimenticias.
–¿La ha pedido a la inteligencia artificial que escriba un cuento a lo Aramburu?
–No lo haré nunca. No tengo nada en contra de la IA. Como todo invento, tendrá aspectos negativos y algunos muy positivos como en la cirugía y en la medicina. En lo militar me echó a temblar. Pero nunca la utilizaré para que me suplante. No tiene sentido. Soy un lego en inteligencia artificial. Me ha pillado mayor.
–¿La parte buena?
–Si la inteligencia artificial compone una fabulosa sinfonía la disfrutaría igual. He soñado que toda la historia de la literatura, de la música y arte era inventada. Que no existieron ni Cervantes, ni Shakespeare ni Rubens ni Bach. Que todo lo ha hecho una factoría y nos han hecho creer que existió la historia. Nada cambiaría. Me fascinarían igual las cantatas de Bach.
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