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Fueron años difíciles los de la posguerra española. Y en Santander, tras el incendio devastador de 1941, aún más complicados. No eran tiempos propicios para ... aventuras culturales. Y, sin embargo, un joven emprendedor –diría que un visionario–, Manuel Arce, dispuesto a llevarle la contraria a todos en nuestra ciudad –y antes que ninguno a su padre–, quiso hacer de la cultura una ocupación, un modo de vida. Con lo sencillo que hubiera resultado seguir trabajando en el negocio textil paterno, Arce se empeñó en ser... ¡poeta!
¿Qué pensaría don Nicanor, el camisero, cuando su hijo se lo comunicó? ¡Ser poeta! Un futuro que garantizaba inestabilidad, desaliño y, las más de las veces, paranoia. ¡Y crear una revista literaria!, ¡y poner en marcha una librería y una galería de arte en aquel páramo cultural! Decididamente debió de pensar que su hijo estaba loco.
Por si recuperaba la cordura repentinamente, aprovechando una oportuna ausencia del interesado, Nicanor Arce diseñó las baldas de la librería Sur con fondo y altura distintos a los planificados: «Sí, sí. Lo sé… –explicó ante el asombro de su hijo–. He dado a las baldas la profundidad de una caja de zapatos y he cuidado de que en cada balda quepan, una encima de otra, tres cajas. Si la librería y la galería de arte resultaran un fracaso, te será fácil convertir el negocio en una zapatería».
Pero Arce salió victorioso del reto, y la ciudad perdió una zapatería –acaso también una camisería–. Por contra, Santander y Cantabria ganaron un referente cultural. Un faro que alumbró los años oscuros de la posguerra, las tinieblas de la transición y las luces y las sombras de la democracia. Un faro que permaneció casi cincuenta años enhiesto frente a las galernas de la censura y en más de una ocasión frente a las críticas provincianas de gentes pacatas.
Manuel Arce, con La isla de los ratones –como revista poética y como editorial– y la librería y galería de arte Sur, creó un espacio de libertad, repleto de esperanza, donde los escritores publicaban, los lectores encontraban libros prohibidos, los artistas plásticos exponían sus creaciones, los coleccionistas compraban y los amantes del arte tenían el raro privilegio de acercarse a las vanguardias. Y todos encontraban en aquel anfitrión cultural –con Teresa al fondo al cuidado de cada detalle– el perfecto contertulio, en un tiempo en que las gentes hablaban sin prisa de lo divino y de lo cotidiano, y se escribían cartas, y se intercambiaban libros. Entonces, en aquel ambiente, se creaba un espacio donde –en palabras de Germán Gullón– «vivir de la ilusión» y donde «aun en las circunstancias poco halagadoras de la España franquista, el artista, el intelectual, los editores, tenían un lugar donde respirar un aire menos viciado».
Fue aquél un tiempo, como el de ahora, de carencias. Pero entonces no se hablaba sólo de economía; también se hablaba de la cultura como arma esencial para derribar los muros de la intolerancia y para superar las adversidades. Fue un tiempo que Arce vivió y guardó con cuidado en los armarios de su prodigiosa memoria. Un tiempo que se empeñó en conservar para transmitírnoslo en su libro de memorias, Los papeles de una vida recobrada, seguro como estaba de que la cultura es también nutriente indispensable en épocas de crisis.
Gracias por tu ejemplo, Manolo.
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