La fatiga se va acumulando, sobre todo porque la incertidumbre sigue ahí
CUADERNO DE EXCEPCIÓN | DÍA 38 ·
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CUADERNO DE EXCEPCIÓN | DÍA 38 ·
Paso la mañana hablando por teléfono. Largas conversaciones con Sara, con Ana, con Lorenzo, con Pedro. Hablo mientras paseo al perro o friego los platos. Hablo también en el jardín, con los auriculares puestos, mientras doy pataditas a una pelota de playa de colores ... chillones. Hablo mientras me preparo un café, mientras me siento en una silla y miro sin mirar las cosas en las que se van posando mis ojos.
De fondo, tengo la sensación de estar desaprovechando la mañana, de no cumplir con los deberes que ayer, antes de acostarme, me impuse para hoy, una lista mental de tareas que no llevaré a cabo. Luego pienso que hablar, en este distanciamiento social, es una prioridad para mí y que por eso lo estoy haciendo, solo que ayer se me olvidó apuntarlo en la lista de las cosas por hacer.
Dos llamadas las he recibido, dos las he realizado yo. Miro en el registro del teléfono para comprobar las duraciones: treinta y tres minutos, cincuenta minutos, una hora y un minuto, cuarenta y dos minutos. Tres horas hablando por teléfono. Por poco me hubiese dado tiempo a ver la última de Martin Scorsese, que la tengo pendiente porque dura doscientos nueve minutos. Las conversaciones me permiten asomarme a cómo vive cada uno el confinamiento. A todos los noto cansados. Yo también lo estoy. La fatiga se va acumulando, sobre todo porque la incertidumbre sigue ahí. Nadie sabe cuándo terminará esto. Todos, de una manera u otra, albergamos algún tipo de miedo más o menos consciente. Me parece que somos ahora mismo una sociedad angustiada. Pienso que el miedo es lo contrario a la vida.
Me lo repito como el que entona una plegaria, como si al hacerlo pudiesen evaporarse las angustias.
Pero la angustia solo se me va cuando me río, de mí sobre todo, o cuando caigo en la cuenta de mi insignificancia. Es ahí, en mi insignificancia, cuando más libre y pleno me siento.
Sara, mientras hablamos por teléfono, abre la puerta a un repartidor que le deja dos bolsas de plástico con comida. Me manda una foto de las bolsas y un texto: «las enemigas». Me río mientras la imagino limpiando de forma metódica cada tomate, cada judía, cada pieza de fruta. Me la imagino desconfiando de lo que luego se va a comer. Sara, que vive sola, ha salido solo una vez desde que comenzó el confinamiento. El único día que lo hizo le ocurrió una maravilla. Ella me lo cuenta con normalidad, como sin darse cuenta de lo simbólico de la anécdota. Llevaba casi un mes sin salir y el día que lo hizo cerró sin darse cuenta la puerta de la casa con la llave por dentro.
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