Gonzalo Calcedo - Escritor
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Gonzalo Calcedo - Escritor
«La felicidad por mandato es un dogma vinculado a las redes sociales que debería ser desterrado»Cada nuevo libro de cuentos de Gonzalo Calcedo es toda una celebración: una mirada lúcida y compasiva a lo más recóndito de nuestra intimidad, y un alarde literario con el que retratar la complejidad de la vida contemporánea. Se trata de poner el foco en ... un instante concreto y dejar hacer a sus personajes. Que se cuenten a sí mismos.
Su última entrega es 'La chica que leía El viejo y el mar', recién editado por la editorial Menoscuarto y que presentará hoy jueves en la Librería Gil de la plaza de Pombo, a partir de las 19 horas.
–Una nueva colección de cuentos… ¿Lleva la cuenta de cuántos ha escrito ya?
–No, no la llevo. Escribo por placer, con avances y retrocesos. Antes incluso escribía más. Hay material de derribo que únicamente sirve para, en cierta manera, estar en forma y no perder el hábito. Son pocos los relatos convocados a la selección final. Hablo de un material de fondo de archivo, que morirá en los discos duros de los ordenadores. Curiosamente, cuentos mucho más antiguos escritos a máquina, sobreviven. El papel da pena tirarlo. La tecla de «borrar» del ordenador es más leve, menos rencorosa.
–Aunque esas tareas «de archivo» puede que le resulten tan insoportablemente tediosas como a sus personajes…
–Soy funcionario y vivo entre documentos y archivos, pero sí, elegir material, prepararlo y formar eso que al final se llama libro, me agota. No me entretiene tanto como el hecho en sí de crear, de escribir. Aunque sea volviendo sobre el argumento anterior para intentarlo de nuevo. Corregir me cambia el humor.
–Se diría que sus personajes, como se dice en 'Camello de instituto', «solo querían ser felices, jodidamente felices»…
–Cierto, posiblemente lo que quiere todo el mundo. Aunque eso de la felicidad por mandato es un dogma vinculado a las redes sociales que debería ser desterrado. Habría que celebrar lo contrario. Mis personajes anhelan cambiar, amar o que los amen. Su vida no es importante, desde luego. Pertenecen al común de los mortales. Esa modesta ambición por rozar la felicidad es legítima y, ya que la felicidad no parece estar muy bien repartida por el mundo, están en su derecho a rebelarse. Suelen salir mal parados, pero siempre aparece algún destello, un rasguño de luz que lleva a pensar que no tienen todo perdido.
–El 'imbécil de Óliver' es un tipo aburrido que firma sus historias con nombre de mujer. ¿Tal vez un apunte del natural?
–En ese cuento hay desclasados y personajes ficticios que se permiten el trampantojo del equívoco, como el que mencionas. Unos son el espejo de los otros. Algunos pueden derrochar arrogancia y otros viven en un contenedor de barco y sus huertos son un erial protegido por plásticos y estacas. Pero al final el arte, aunque menor, los iguala. Cada uno vuelve a su redil para seguir con su vida, pero la narradora, que inicia el cuento con el incendio de su casa, comprende el sencillo valor de un gajo de tomate. Todo es más simple de lo que creemos.
–El libro arranca en un no-lugar, la sala de espera de un aeropuerto, donde no sucede nada. Sin embargo, siempre pasa algo…
–Me gustan esos espacios, su indeterminación. Son lugares de mixtura en los que el atrezo es muy limitado y en contra de lo que suele pensarse, importan las personas. De acuerdo, son sitios de tránsito, como el aeropuerto del que hablas, o una zona de servicio de una autopista o una habitación de hotel habitada cada noche por una persona diferente, pero implican una desnudez que acerca a la gente. Yo al menos lo he experimentado así. Haces cola en una zona de embarque y hablas con la persona que está delante como si la conocieses de siempre. Esos espacios nos hacen pequeños al tiempo que nos perdonan y nos dan una oportunidad de comunicarnos. Cuando en un avión me abrocho el cinturón de seguridad y miro hacia delante, pienso en todos esos pasajeros, en sus vidas, en sus esperanzas. Muchos cuentos brotan de ese aparente desamparado ante la máquina y la gravedad. De la contemplación de los otros y sus momentos de fragilidad.
–En el cuento que da título al libro, una muchacha saca una novela en un café en el que el resto de clientes miran su ordenador. ¿Los libros son hoy día revolucionarios?
–No hay revolución sin libros, pero muchos libros no son revolucionarios. Al contrario, forman parte de un mercado literario que busca el mismo rasero intelectual, que no haya inquietudes ni deseos de remover conciencias. Una literatura bonita, resultona, muchas veces disfrazada bajo el capital dejado por las grandes obras. No pretendo ser un purista ni, mucho menos, caer en la solemnidad. Escribir libros es cuestión de vocación, lo mismo que publicarlos. Leerlos sí que puede llegar a convertirse en un acto revolucionario. Cuando veo a alguien leyendo en un banco o en el transporte público, respiro hondo y me sonrío.
–Las historias de Hemingway acaban mal; ¿cómo terminan las de Calcedo?
–Regular, me temo. Nunca hay un final claro, solo una «parada y fonda». Pero algo aprenden y algo enseñan. Como los soldados de la pregunta anterior, dejan su pequeña huella en los demás. Un sentimiento a veces tan matizado que es difícil distinguir su fulgor, pero está ahí. Hemingway era más contundente. Vivió demasiadas guerras y siempre estuvo en el filo de las cosas. Nosotros pasamos de puntillas. No es cobardía, son las circunstancias.
–Su decoradora de interiores no tiene una casa propia que decorar. ¿Así de cruel es siempre la vida, una constante paradoja?
–Yo creo que el bienestar nos ha vuelto por un lado intrascendentes, por otro incoherentes. Anhelamos siempre algo más. Miramos de reojo el coche del vecino o del compañero de trabajo. El sentido de la medida se ha extraviado y se disfruta de una banalidad antojadiza y, en el fondo, cruel con quienes la practican. El juego es ese. Puedes quedarte al margen, pero a costa de ser un proscrito, alguien con el que no conviene socializarse. A más bienes terrenales, más necesidad de renovarlos o ampliar la cifra. ¿Hasta dónde se puede acaparar? No lo sé.
–En su relato, los clientes del camello no son los hijos sino los padres… ¿Las drogas ya no son un problema juvenil?
–Las generaciones van cambiando. Los hijos que antes fumaban marihuana son ahora padres. La frontera de las edades se ha ido diluyendo. Se es joven hasta muy tarde. Duele envejecer, está claro. El protagonista de ese cuento aparece en otros que he escrito, a veces desde su punto de vista, en tercera persona o contado desde la perspectiva de un adulto. Recuerdo que surgió de una novela inédita que anda perdida por ahí. El protagonista, que debutaba en la universidad, estaba en medio de un divorcio truculento. Sus padres se disputaban el privilegio de su compañía dándole más y más dinero. Competían entre sí por no ser el ogro de la historia. Y él, con lo que recaudaba, terminaba convirtiéndose en prestamista en el colegio mayor donde pasaba su primer año de estudios. Siempre había cerca alguien que necesitaba dinero. Estudió poco, claro está.
–¿El éxito de su negocio (la literatura, no las drogas) es la soledad, como dice? ¿O es un precio a pagar?
–Yo soy solitario desde niño. Cuestión de traslados, mudanzas y cambios de colegio a una edad en la que se fraguan muchas amistades. Por ese motivo no puedo echar la culpa de nada a la literatura. Justo lo contrario, es como si el oficio de escribir me hubiese encontrado a mí. Un rescate en medio del océano de la adolescencia. Tengo amigos, claro, pero disfruto de la soledad. Entiendo también que haya gente a la que le asuste no estar rodeados de familiares y amigos o tener planes para una tarde. La soledad no debería dar miedo. El abandono es otra historia.
–Los clubes de lectura y los congresos literarios, ¿son tan entretenidos como en 'Otra vida'?
–Va a ser que no. Hablamos de un cuento, de literatura. Yo no disfruto con la vida social que surge alrededor de un libro. Con las afueras de la literatura, esa periferia de actos y demás que, sinceramente, no me generan una gran ilusión. Supongo que es por mi carácter. Si fuese actor de teatro me encantaría declamar, disertar en público. Soy escritor, así que escribo, aunque no puedo negar que en ocasiones la cercanía de la gente, su interés por preguntarte, es aleccionadora.
–Habla usted del 'arte de trinchera' en la Primera Guerra Mundial; ¿qué fue?
–Gente pobre, soldados marginados en la trinchera, a la espera del final, fabricando toscas obras de arte con lo que tenían a mano: restos de metralla, vainas de proyectiles, cantimploras, cascos destrozados. Recuerdos, en suma. Una forma como cualquier otra de perdurar entre el barro. Muchas de esas piezas aparecieron junto a sus cadáveres y sí, al final perduraron. Alguien las valoró. La historia, probablemente.
–Usted es navegante, a vela. Si un día vende un millón de libros, ¿enterrará los royalties en un velero, como los ricos de sus cuentos?
–Desde crío, cuando veraneaba en Suances, me fascinaban los pequeños veleros con los que los franceses arribaban a la ría. Eran otros tiempos. Con seis metros y medio de eslora se podía llegar a cualquier parte. Hoy en día el mercado náutico está dominado por el chárter, así que las esloras son grandes, apartamentos flotantes llenos de pasacascos que vacían muchos retretes. Yo tengo un barco pequeño y viejo. Cualquier coche mediano es mucho más caro. Elegir uno u otro es cuestión de prioridades. No deseo un barco más grande, solo tiempo para disfrutar del que tengo.
–De todos modos, eso de vivir del cuento es pura utopía, ¿no?
–Durante los años que estuve de excedencia viví de ahorros y del cuento, dicho esto sin ironía alguna. Y de no gastar mucho. Una economía casi de guerra. Los concursos que gané me ayudaron bastante, algunos 'in extremis', cuando ya iba a tirar la toalla. Ayudaron también las charlas y todo eso que envuelve la literatura, una suerte de vida social que en ocasiones importa más que los libros en sí. El género, por otra parte, tiene un peso minoritario. La novela nos gobierna en este reino de la literatura y dicta sus normas de mercado. Yo me rebelo contra esa tiranía escribiendo historias cortas.
–Hay muchas referencias a otros escritores; ¿nobleza obliga?
–Sin lo que han escrito otros no somos nada. La literatura no puede inventarse desde cero. Formamos parte de una tradición, de una hermandad, y sin darnos cuenta vamos siguiendo la senda que abrieron otros. Aportamos nuestra personalidad, por supuesto, nuestra forma de ver el mundo, pero las deudas son grandes y los homenajes, muchas veces, pequeños. Tenemos que aprender a ser más justos con nuestros mayores.
–¿Ya está preparando nuevos cuentos?
–Salvo cuando me acerco a la novela corta para, digamos, descongestionarme, siempre estoy escribiendo cuentos. Me hacen feliz, aunque su tono pueda dar a entender lo contrario. Armar un libro es otro asunto y no hay día en el que me pregunte si merece la pena seguir publicando, quizás porque cada vez hay más distancia entre lo que imaginabas al empezar de publicar y la realidad. Pero no puedo quejarme. He escrito lo que he querido y he encontrado editores interesados en publicarlo. Otros escritores no consiguen dar ese paso. El reconocimiento es algo caprichoso. La materia con la que están hechos los sueños, supongo.
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