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Poco público para una de las citas más interesantes del ciclo jubilar lebaniego, pero aun así los trescientos incondicionales que acudieron el sábado a Escenario Santander para reencontrarse con su propia juventud no pudieron salir más satisfechos. Fieles a su esencia, Los Toreros Muertos ... ofrecieron dos horas de auténtica fiesta, con un espectáculo que trasciende lo musical para explorar casi todo lo que se puede hacer sobre un escenario: algo de interpretación, dosis de monólogo y hasta de interacción con el público para convertir un concierto pop en un auténtico ‘happening’ de corte dadaísta.
Al frente del grupo ataviado con uniforme colegial y hasta carteras al hombro, la personalidad de Carbonell no precisa de muchos preámbulos para adueñarse de todo lo que sucede sobre las tablas. Armado de una suerte de estuche mágico, como si de un prestidigitador se tratara va sacando de él todo su atrezo, desde la nariz de Groucho a los collares hawaianos, y toda su batería de instrumentos: castañuelas, turuta, silbato o guitarras de juguete, todo le sirve, hasta el confeti que él mismo hace volar.
En lo musical, la ausencia anunciada de Guillermo Piccolini hacía pensar que se echaría de menos su teclado y ese toque ochentero de los sintetizadores en ‘Yo no me llamo Javier’ y demás temas tempraneros. Sin embargo, el formato clásico de guitarra, bajo y batería sonó mucho mejor de lo esperado, sobre todo gracias a un Fernando Paino pletórico a la eléctrica. Una adaptación rockera, más contundente, que sonó especialmente brillante en un 'Ya están aquí' con ecos de rocksteady, en la delirante versión de ‘Creo que he perdido mi carné de identidad’ o en ‘Mi agüita amarilla’, en la que intercalarían guiños a clásicos como ‘Teardrops keep fallin on my head’, ‘Tiene que llover’, ‘Ojalá que llueva café’ o ‘Purple rain’, en un ejercicio que trasciende lo paródico para convertirse en pura intertextualidad musical.
Y es que, más allá del disfrute de un concierto pop –y la gente no dejó de bailar y corear canciones que se sabían de memoria–, cada canción es una pequeña representación teatral, aprovechando las virtudes de un Pablo Carbonell más actor que nunca y que sabe sacar partido de un histrionismo que su público adora. Como su talento para salirse del guión y para pitorrearse de la corrección política que nos domina.
Pero hay también otra lectura mucho más creativa, que perdura desde sus primeros tiempos, y que hace trascender un espectáculo que no ha cambiado demasiado en tres décadas; tras la autoparodia a la crítica más o menos disimulada a las formas estéticas dominantes –con Miguel Bosé se ensañaría– se esconde un profundo conocimiento de la música y el arte contemporáneo, que es puesto en cuestión constantemente, gracias a unos textos que no son tan absurdos como parecen y unos comentarios lúcidos e ingeniosos que siempre esconden alguna intención creativa. ¿Puede haber un acto más surrealista que presentar su disco homenaje a Javier Krahe antes de haberlo grabado? Pero Carbonell, que sigue teniendo ‘mucha cara A’ y ‘mucha cara B’ –como en ‘30 años de éxitos’–, juega al despiste y tira de encanto todo lo que puede; como cuando se le olvida el texto de ‘No todo va a ser follar’ y tiene el morro de asegurar que «Krahe tampoco se sabía la letra». Claro que al artista se le perdona todo, sobre todo teniendo en cuenta la reivindicación canallesca en su despedida: «¡Cincuenta y cinco tacos, y me he metido de todo!». Genio y figura. Ojalá no se corte nunca la coleta.
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