Agua y miel, vicio y virtud del Siglo de Oro
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Terminamos nuestro repaso a la historia de la aloja recordando la guerra que durante el siglo XVII enfrentó a amantes y detractores de su consumo heladoAna Vega Pérez de Arlucea
Viernes, 21 de julio 2023, 00:34
La única agua fría que calienta'. Con este desconcertante eslogan se publicitó durante los años 60 la famosa agua de Bilbao que, como todos ustedes sabrán o podrán barruntar, no era agua del grifo ni de pozo sino burbujeante champán. Un mucho de poderío económico ... bilbaíno y un poco -bastante- de fanfarronería dieron pie a principios del siglo XX a la costumbre de pedir, beber y pagar 'champagne' francés con la misma alegría que si éste fuera agua. Baladronadas aparte, el agua de Bilbao vivió sus mejores momentos gracias a Cástor Artajo, hostelero vizcaíno que registró la expresión como marca comercial e inventó el famoso lema del agua fría que calienta las tripas.
El mismo oxímoron podrían haber usado los alojeros de antaño para promocionar su producto. Como ya hemos contado en anteriores capítulos, la aloja era una bebida compuesta de agua, miel y especias (a veces también un poco de vino) que se dejaba fermentar dos veces antes de servirla bien helada a los sedientos espectadores de los corrales de comedias o a los clientes que se acercaban hasta la alojería. También hacía quien la hacía en casa o se la mandaba preparar y traer a domicilio. La aloja era un vicio refrescante y transversal: la tomaban desde las clases populares hasta la mismísima reina de España.
Según los gastos de despensa de Mariana de Austria (1634-1696), segunda esposa de Felipe IV y regente durante la minoría de edad de su hijo Carlos II, la reina ofrecía cada tarde cuatro azumbres -o lo que es igual, ocho litros- de aloja a sus damas y hacía mandar a sus aposentos privados «dos cantarillas, un frasquillo y dos vidrios» de ídem al día.
El dato lo recogió el historiador Gabriel Maura Gamazo en su libro 'Carlos II y su corte' (1915), pero yo lo he leído en una obra muchísimo más sabrosa como es 'La vida española del siglo XVII: las bebidas' (1933), del filólogo y periodista Miguel Herrero García. Es una joyita dedicada al pimple aurisecular en la que se habla de los distintos vinos con los que se embolingaban nuestros antepasados y de las bebidas compuestas que con tanto gusto trasegaban, como el hipocrás, la garnacha (zumo de uva con azúcar y especias), las aguas aromatizadas y por supuesto la aloja.
Cuenta por ejemplo Miguel Herrero lo que gastaron las Cortes de Castilla en comprar aloja y nieve para sus escribanos en 1610: 341 reales, que según el precio por azumbre que por entonces se estilaba daban como para 1.300 litros de aloja helada. Justo aquel año surgió una cruenta polémica en torno a las bondades de la aloja que acabó salpicando a productores, consumidores y autoridades.
Imperaba desde hacía tiempo entre los médicos la idea de que beber líquidos fríos era perjudicial para la salud, pero la mejora de las comunicaciones terrestres y el reciente descubrimiento del poder enfriador de la sal habían convertido la antes carísima nieve en un recurso bastante popular: sorbetes, quesos helados y garrapiñas competían en celebridad con refrescos de todas clases, vino enfriado y «aloja de nieve». Esta última era la aloja mezclada directamente con nieve o hielo, un procedimiento que permitía bajar la temperatura de la bebida muy rápidamente pero que no estaba exento de chapuzas ni de gérmenes -aunque aún no se conociera su existencia- y por tanto solía causar intoxicaciones alimentarias.
Tal y como se cuenta en 'La vida española del siglo XVII: las bebidas' la discusión entre detractores y amantes de la aloja requetefría acabó en torno a 1610 con la victoria de los primeros y la prohibición de enfriar la aloja con nieve. Según el libro de gobierno de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte al año siguiente los alojeros de Madrid se agenciaron la asesoría de varios médicos reputados y consiguieron cambiar la norma alegando que tomar aloja de nieve era buenísimo «porque la especia con que se hace es toda muy caliente, como es notorio, y templándose con el frío de la nieve viene a ser bebida de mucho gusto y cordial». Igual que el agua de Bilbao, la aloja calentaba incluso estando helada.
Durante los años siguientes se dedicó una inusitada atención científica al tema. En 1616 el doctor Francisco de Figueroa publicó en Perú un tratado sobre 'Las calidades y effetos de la aloxa', en 1625 el sevillano Santiago Valverde hizo lo propio con 'Segundo discurso del mal uso del aloxa' (dedicado al conde-duque de Olivares) y en 1661 apareció el 'Tratado del vino aguado y agua envinada' del médico vallisoletano Jerónimo Pardo, quien además de dar una completísima receta para elaborar la bebida se refirió a sus propiedades medicinales.
Según él romanos y griegos habían otorgado al hidromiel capacidad para curar úlceras, facilitar el esputo, adelgazar las flemas y ablandar el pulmón, así que siendo la aloja una mezcla de agua y miel debía de tener también las mismas aplicaciones. Entre unos y otros acabaron espantando la imagen que de refresco pernicioso se había ganado la aloja y en 1639 las autoridades regularon el uso de nieve de manera que no se mezclara directamente con la bebida y sirviera únicamente de refrigerante externo mediante el uso de cantimploras, heladeras o recipientes específicos.
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