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Guillermo Elejabeitia
Martes, 15 de noviembre 2022, 13:39
Vega Sicilia celebró los 40 años del desembarco de la familia Álvarez en la bodega con una cata irrepetible en uno de los mejores restaurantes del mundo. Hasta veinticuatro añadas históricas de Vega Sicilia Único y dos más de Valbuena fueron descorchadas en Asador Etxebarri ... en el curso de una comida ofrecida a la prensa especializada que nadie se quiso perder. Pablo Álvarez, la persona que ha regido los destinos de la legendaria casa desde mediados de los 80, ejerció de discreto anfitrión, dejando que fueran los vinos los que contaran la historia.
De Vega Sicilia se suele decir que es ese vino del que todos hablan, pero muy pocos beben. La máxima se rompió el pasado jueves con una apabullante selección de los mejores momentos de su historia en una cata con 26 referencias de tinto -y algunas más de blancos y dulces de otros proyectos del grupo- que se remontó hasta 1942. La espléndida finura del 2004, la naturaleza intensa de la añada 2010 o la complejidad de la cosecha del 99, probablemente en la mejor etapa de sus vidas, mostraron las cotas que son capaces de alcanzar 'los Vega' cuando llegan a la plenitud. Esas virtudes gloriosas tendrían réplica a lo largo de toda la secuencia, quizá con más canas y más arrugas, pero con el mismo atractivo. Deslumbrantes los icónicos 81, 70 y 68, pero también el 94, 86, el 65, el 57... o ese honorable 42 que paladeamos ya más con el corazón que lengua, al final de un recorrido impresionante.
Álvarez no es hombre de discursos, pero hay gestos que lo dicen todo. Los invitados eran recibidos en la casa de Bittor Arginzoniz con un generoso descorche de Salon blanc de blancs, uno de los champagnes más exclusivos del planeta. Su capacidad aspiracional no descansa en el precio, sino en la dificultad para hacerse con parte del estricto cupo que maneja la bodega, un ejercicio compartido por Vega Sicilia. Excelente forma de brindar por estos 40 años de reinado.
Con los aperitivos en la terraza, se sirve uno de los dos blancos que el grupo ha comenzado a elaborar en las Rías Baixas tras una inversión de 20 millones de euros. Es la añada de la cosecha del 21, un número cero que no verá la luz, pues la primera etiqueta de Deiva llegará al mercado en el 27 y corresponderá a la añada del 24. La guarda le vendrá bien a los bríos de este albariño colorido y envolvente que nace mirando al futuro desde la parte alta del Miño.
Ya en el comedor, reservado al completo para la ocasión, el despliegue de copas augura un festival histórico. La elección de Asador Etxebarri, uno de los restaurantes más aclamados de los últimos años, resulta de lo más oportuna. Su estilo, alejado de veleidades creativas y asentado en el producto y la brasa, acompaña los vinos con discreción. Hoy se trata de recorrer la historia de la bodega a través de sus vinos, sentados en una mesa y poniendo los sentidos en juego.
Antes de empezar, un pequeño juego. Álvarez manda servir dos blancos en cata ciega. El segundo es claramente un borgoña -acabó resultando el Leflaive Puligny Montrachet Clavoillon 2019-, pero el primero despista a más de uno. Era Petracs, el blanco seco que el grupo produce en una parcela de viñas viejas en la región de Tokaj, bajo el nombre de un barón austrohúngaro. La idea es mostrar la capacidad de Oremus no solo para alumbrar algunos de los dulces más cotizados de Europa -después probaríamos Aszú 5 Puttonyos 2013 y Eszencia 2011-, sino para dialogar de tú a tú con los grandes blancos secos del continente.
La selección de tintos, hasta 26 muestras en una sola comida, arrancó con dos añadas de Valbuena, el caballo de batalla de la bodega. El 18 no saldrá al mercado hasta el año que viene. Fino, elegante, con mimbres excelentes, pero a falta del redondeo que le darán los meses que le quedan en bodega. El 2005 nos lleva al otro extremo. Puede que haya pasado su momento más brillante, pero el tiempo ha contribuido a amansar la potencia de la añada y a asentar su elegancia. Demuestran que, frente al a veces inalcanzable Único, Valbuena es un vino para descorchar sin miedo y beber cuando toca.
La secuencia del Vega Sicilia Único, la gran etiqueta de la casa, empieza con el 2013, también este a falta de unos meses para salir al mercado. No es un año con buena fama; tuvo una vendimia lluviosa, dio mucho trabajo a los viticultores e hizo temer lo peor. Pero Vega Sicilia no es cualquier bodega y el resultado es de una elegancia sutil y fresca, con mucha capacidad de evolución. Por contraste, el 2010 -y en parte también el 2009, aunque resulte más delgado- resulta una bomba, potente y concentrada: un vino para disfrutar pausado a lo largo de toda una comida. Esa sensación de cita rápida que deja con ganas de conocerse mejor volvería a aparecer más veces a lo largo del convite.
El paseo por la primera década del siglo XXI acaba apuntando alto con un 2004 que muchos situaron entre lo más brillante de la secuencia. La que está considerada como la mejor añada de lo que llevamos de siglo solo podía alumbrar un grandísimo Único. Vibrante, afrutado, exuberante, en plena forma. Para bebérselo aquí y ahora, pero con una capacidad de guarda que aún dará grandes alegrías a los que tengan la fortuna de descorcharlo en diez, quince o veinte años, quizá más.
Los dosmiles han sido años de cambios para los Vega Sicilia. Han protagonizado su gran expansión internacional, han obtenido los frutos de su política de adquisición de bodegas en Toro, Rioja, Hungría y ahora Rías Baixas, y han vivido un relevo en la dirección técnica, que pasó en 2008 de Xavier Ausàs a Gonzalo Iturriaga. Hay una diversidad que se refleja en sus añadas, frente a la mayor uniformidad que presentan los 90.
Dicen que Pablo Álvarez siente debilidad por los Único de la década de los 90, quizá porque representan años de ímpetu e ilusión después de su rodaje inicial al frente de la bodega en los 80. Se aprecia en esos vinos algo diferente dentro del aire familiar que distingue la saga. Mandaba entonces el estilo Parker y Vega Sicilia no es impermeable a las modas, aunque las adopta con una sutileza encomiable. El 1999 se muestra complejo, no evidente, superviviente de una vendimia complicadísima que debieron parar por las lluvias y se prolongó hasta bien entrado noviembre. Más directo el 1996 y refinado el 1994, expresiones de los felices noventa en sus mejores añadas.
El 91 y el célebre 90 se ven algo avejentados, cosa que no ocurre con vinos de más edad que probaremos después. La curva de oxidación se modera y una vez que nos acostumbramos a las canas empezamos a disfrutar de la espléndida madurez de los Vega Sicilia. Aunque la bodega se resiste a hacerlo, a partir de esa añada se decantan todas las botellas. Aplauso unánime para el equipo de sala de Etxebarri y su hábil manejo de tiempos y logística, en uno de los banquetes más exigentes que cabe imaginar.
Los 80 son una década de transición en Vega Sicilia, marcada por la llegada de la familia Álvarez, propietaria del grupo Eulen, que sella la compra de la legendaria bodega con una comida en Zalacaín el 15 de abril de 1982. David Álvarez firma la operación con la añada del 81 haciendo la maloláctica en grandes tinas de madera, pero será su hijo Pablo el que la saque al mercado casi dos décadas después, en marzo del 98. Ese 81 espléndido, superior en muchas casas al afamado 82, abraza la cuarentena con donaire, elegancia y saber estar. Un señor con el alma joven.
En un momento en que apenas había referentes más allá de los grandes Riojas, Vega Sicilia Único era sinónimo de lujo, pero también, bromea José Peñín en un momento de la comida, «un vino que no se vendía, solo se compraba». El gran legado de los Álvarez es haber convertido aquella lujosa carroza que apenas salía a pasear en un coche de carreras capaz de ganar mundiales. Las añadas de 1986 y 1989 muestran esos primeros esfuerzos del joven Pablo por modernizar la marca de la mano de su recién nombrado director técnico, Mariano García.
Conforme vamos atrás en el tiempo seguimos encontrando grandísimos vinos, quizá con una personalidad menos diferenciada, casi consanguíneos a los clásicos que se hacían en Rioja. El ensamblaje de variedades es mayor y también más intenso el trabajo de bodega. De los 70 probamos las añadas de 1975, el 1974 y 1970. Esta última, que había sido apoteósica en Rioja, deciden guardarla hasta 25 años, contribuyendo a alimentar el mito de la bodega. El vino responde con carácter, brillante, opulento y sabroso, mostrando las mejores virtudes de una madurez triunfal.
Para cuando llegamos a los años 60 el paladar anda ya algo confuso y la capacidad de discernir menguada. En las mesas no hay escupideras, como reclaman algunos, entre otras cosas porque «esto no es una cata profesional, sino una fiesta de aniversario». Aguardábamos con expectación el icónico 64, tenido por uno de los mejores años vinícolas del siglo XX, sin embargoel 68, el 65 o el 62 casi le hacen sombra. ¿Década prodigiosa para el vino o papilas desconcertadas? Necesitaría una segunda ronda.
A partir de los 50 la cata entra ya en el terreno de la nostalgia. La percepción del vino depende de la capacidad evocadora de cada cual y uno se emociona al probar el 57 porque es el año en que se casaron sus abuelos, pero acierta a descubrir poco más. La chuleta y el cabrito de 35 días que llegan en ese momento a la mesa tampoco permiten apreciar sutilezas. Para valorar como se merecen este 57, el 53 o aún más el 42, hay que saber ver la belleza en los signos de la edad, en los aromas a desván o madera vieja o en la acidez que ha sido capaz de aguantar con equilibrio el paso del tiempo.
Más de 6 horas de festival en uno de los mejores restaurantes del mundo, 40 años de trayectoria que merece ser celebrada y cientos de años de crianza que atesora esta minuta irrepetible. Única en la vida y digna de contar a los nietos.
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