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Aunque ha escrito veinte novelas, nueve libros de relatos, infinidad de artículos y reportajes y ha conquistado galardones tan importantes como el Premio Planeta, el Nadal o el Nacional de Narrativa, al periodista y escritor Juan José Millas (Valencia, 1946) la curiosidad y las ganas ... de contar buenas historias todavía no se le han acabado ni tiene pinta de que vaya a suceder. Máxime si puede dedicarse a su gran pasión, la escritura, en compañía de su amigo y camarada de aventuras el paleontólogo Juan Luis Arsuaga, director científico del Museo de la Evolución Humana de Burgos e investigador en el yacimiento de Atapuerca. Juntos componen un tándem tan original como divertido y enriquecedor, y así lo demostraron en su libro 'La vida contada por un sapiens a un neandertal'. Una aventura literaria en la que se lo debieron pasar tan bien y disfrutar tanto que ahora vuelven a la carga con el reverso de aquel proyecto, que ha tomado forma bajo el título 'La muerte contada por un sapiens a un neandertal'.
Dice Millás que en esa dupla el neandertal es él, y arremete contra la visión denostada de la extinta especie de homínidos porque, defiende, debieron ser mejores seres que los humanos actuales y por eso perdieron la batalla. Toda una declaración moral que apuntala en esta entrevista. El autor valenciano y Arsuaga presentarán su nueva obra mañana a las 19.30 horas en el Ateneo de Santander, en un acto impulsado por el Aula de Cultura de El Diario Montañés.
-En su nuevo libro junto a Arsuaga pasan de hablar de la vida a hacerlo de la muerte, aportando luz a una realidad opacada. ¿Qué han planteado en él?
-Es una mirada a esos dos aspecto de la vida que son la vejez y la muerte. Una investigación biológica y sentimental de estas dos realidades por las que todos tenemos que pasar, al menos los que alcanzamos cierta edad. Todo eso se enmarca dentro de un relato de viajes, los que realizamos Arsuaga y yo de uno a otro, es decir, un trayecto que él hace hacia mí y que yo hago hacia él. A la vez, los dos viajamos por distintas partes y lugares de España, y ese viaje múltiple finalmente se convierte en la metáfora de un itinerario moral que condensa el de cualquier vida.
-En ese relato convergen un enfoque filosófico, casi perdido en la sociedad de la inmediatez y el entretenimiento, con una perspectiva puramente científica. ¿Cuál es el resultado?
-Al final hemos realizado algo que es de sentido común, como es el hecho de que las ciencias y las humanidades por fin se abracen. Uno de los momentos históricos más desgraciados de la humanidad fue aquel en el que ambas se separaron. Hasta entonces siempre habían ido juntas porque no se pueden entender las ciencias sin las humanidades ni las humanidades sin las ciencias. Ahora hay gente que dice con orgullos que es de letras, como si las ciencias no perteneciesen a las humanidades, y también ocurre al revés con quienes pregonan ser de ciencias. Hemos intentado generar un discurso que incluyese ambas realidades y que éstas se entrelazasen de tal modo que el lector no fuese capaz de ver dónde terminaban unas y dónde empezaban las otras.
-¿En qué medida es importante esa mirada integradora en este mundo de etiquetas en el que todo se fragmenta y en el que la ciencia se ha convertido en el nuevo dios, en detrimento de las humanidades?
-Es importantísimo recuperar esa perspectiva, esa panorámica que recupera las humanidades. Todo lo que no sea eso es acercarse al ser humano de un modo fragmentario y aún diría más, roto en parcelas. Justamente, las visiones que ahora persiguen las ciencias son de carácter holístico. En la medicina, por ejemplo, los médicos que más apreciamos son aquellos que son capaces de ver que entre el hígado y la piel puede haber relaciones que a simple vista no se perciben. Como en la medicina, sabemos que la superespecialización tiene virtudes, pero creo que apreciamos más a quienes son capaces de contemplar la realidad como un conjunto de sistemas interconectados, lo cual quiere decir que no se puede mover o analizar uno sin mover o tener que analizar toda la estructura.
-Su libro alude a la muerte en una sociedad a la que la vida le interesa mucho pero que rechaza, esconde y reniega de ese final ineludible.
-La sociedad tiene una postura ambivalente ante la muerte. Por un lado la niega y la esconde, es verdad, porque si vives en una gran ciudad no te cruzas nunca con un muerto y en realidad se muere mucha gente todos los días. Puedes ir en coche y llevar en el de al lado un cadáver, pero va disimulado. Hoy en día se niega y se saca a los muertos de los domicilios, donde ya casi nadie muere, y se les lleva a esa especie de hoteles de cuatro estrellas que son los tanatorios. Pero, por otro lado, cuando se escribe bien sobre realidades como la muerte y el duelo a la gente le interesa mucho y hay muchos títulos de gran éxito sobre estos temas. En nuestro caso, de hecho, en las entrevistas, que ya llevamos unas cuantas, los periodistas nos preguntan mucho sobre ella porque siempre quieren saber más y más (ríe).
EL LIBRO
LA RELACIÓN
-Uno, que es original...
-Es normal, porque la vejez y la muerte son procesos biológicos como el nacimiento y la adolescencia, y todos bien tratados son muy interesantes y susceptibles de sustentar todo tipo de relatos realmente apasionantes.
-¿Qué ha aprendido, como componente literario del dúo, en su viaje hacia un personaje de la talla de Arsuaga?
-Pues fíjate, nada menos que todo lo que está en el libro. He aprendido mucho de la metodología científica, del esfuerzo que cuesta llegar a entender las cosas, del modo de trabajar de un científico reconocido mundialmente como Arsuaga. Mi mirada ya no es la misma después de este viaje. Tanto es así que ahora a veces estoy en algún sitio y echo de menos que no esté él para explicarme algunas cosas. Hace poco estuve en La Palma para hacer un reportaje sobre el volcán y le eché mucho de menos para que me explicase aquello (ríe). En cierto modo mi mirada sobre el mundo ha incorporado también la suya.
-Arsuaga defiende que la vida no tiene propósito, pero él, como usted, es un ejemplo andante de que puede tener un sentido muy pleno.
-Él defiende esa falta de propósito porque en la vida desde el punto de vista evolucionista las cosas no pasan para nada. La naturaleza no tiene ningún fin, salvo el de que sobreviva el individuo que mejor se adapte. Pero más allá de eso, el sentido se lo damos nosotros. El ser humano es la única entre los millones de especies que ha habido en la Tierra y en el universo conocido que ha desarrollado autoconciencia y que, por lo tanto, se ha dado cuenta de que tiene la obligación, la necesidad o la libertad moral de dotarla de sentido.
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