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«Quien no sabe de penas, no sabe cosas buenas», reza una coplilla del Siglo de Oro que, según cuentan, provocó un desmayo a San Juan de la Cruz cuando se la cantaron en un conventillo jienense, allá por 1578. Claro que el santo, que ... por entonces aún era un religioso raso –esto es, Juan de Yepes, fraile del Carmelo–, acababa de fugarse de la prisión en que sus superiores le habían encerrado nueve meses, por un quítame allá esa reforma de la orden. Su fuga se atribuyó, cosas de la época, a la intervención divina; hoy, probablemente, daría para una serie de éxito, pero Rafael Álvarez, el Brujo, se ha adelantado a Netflix y consigue convertir ese episodio casi secreto de la historia de la religión en una fabulosa aventura, tan desternillante como brillante en lo literario. Porque, como desvela el actor, entre el hambre y las estrecheces de la celda el santo comenzó a escribir su obra cumbre, el 'Cántico espiritual'.
En fin, que uno va al teatro para echar un rato con las ocurrencias de un cómico y resulta que sale con primero de filología ya convalidado. Claro que una cosa son los hechos tal cual, y otra muy distinta lo que hace con ellos el Brujo. Que los retuerce, los alarga y los estira hasta encontrarle una vis cómica inesperada, y cuando tiene a la concurrencia ya panza arriba de la risa, suelta unos versos conveniente masticados para nuestros duros oídos del siglo XXI. Ese es su gran truco de magia: convertir en luz la oscuridad del castellano renacentista.
Y lo más curioso es que lo hace a ritmo de rap. No es broma: a veces, incluso se arranca con algún paso de baile. Es lo que tiene dominar la métrica, porque donde el espectador se pierde, el actor tira de recursos para aclarar el significado del poema.
El Brujo, pura expresividad, enfatiza con la voz, con el gesto, con la mirada. Con el dominio de las pausas y los silencios. Y así consigue demostrar, por ejemplo, la interconexión entre lo erótico y lo místico. Aunque la verdadera mística radique, en realidad, en la propia función. Porque el Brujo hace del Brujo, sin miramientos. Si sale y la ovación del público no está a la altura, lo suelta, rebobina y repite la entrada, hasta que el aplauso es de su gusto. O se encomienda a Bertold Brecht y sus teorías del público activo para convencernos de que la obra la vamos a crear nosotros.
Básicamente, porque no lo ha ensayado y piensa salir por los cerros de Úbeda cada vez que le venga en gana. Porque la función se titula 'Mi vida en el arte', pero no es más que un trampantojo. En realidad, de su vida da dos pinceladas, incluso algo indiscretas –sobre sus decepciones amorosas, en concreto–, pero no son más que un pretexto, porque el interés no está en el hilo argumental, sino en los excursos. ¿Para qué tomar el camino recto, si es mucho más divertido perderse por los desvíos? De un colgado de Cádiz a las imprecaciones a Ursula von der Leyen, de los recuerdos familiares a la historia sagrada, todo cabe en el monólogo del Brujo, que no es un rapsoda ni un juglar moderno sino un pícaro cultivado, trasplantado al mundo actual. Uno que lleva dentro todo el romancero y los centenares de obras que ha representado, y va soltando sus versos a borbotones. El artista insufla vida a la literatura, hasta fundirla con su propia naturaleza. Del arte a la vida y de la vida al arte.
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