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«La pintura moderna es el primer estilo complejo de la historia que procede en función de elementos que no están preordenados como formas articuladas definitivas». Meyer Schapiros
Los vínculos entre el jazz y la pintura constituyen una dimensión relevante de la historia del arte de nuestro tiempo, como la exposición 'Le Siècle du jazz' (Musée du quai Branly, París, 2009), comisariada por Daniel Soutif, evidenció. Esta muestra constituye el mayor esfuerzo realizado hasta el momento en este ámbito, pues documenta con amplitud el largo itinerario que va de Pablo Ruiz Picasso y Henri Matisse a Jean-Michel Basquiat y Albert Oehlen. En lo que se refiere a EE.UU., el jazz ha sido, como música, recurso estético, estado mental y estrategia existencial, una fuente de inspiración constante para artistas como Charles Demuth, Ben Shahn, Stuart Davis, Jackson Pollock, Willem de Kooning, Franz Kline, Lee Krasner, Elaine de Kooning, Robert Rauschenberg, Larry Rivers, Kenneth Noland, Robert Ryman, Alex Katz, Bruce Nauman…
Y un momento clave de la «jazz connection», por emplear el giro de Katharine Kuh ('Mi historia de amor con el arte moderno', 2007), tuvo lugar con ocasión de la germinación del expresionismo abstracto, una constelación artística que no fue ajena, como tantas otras expresiones culturales durante la postguerra, al profundo impacto que la migración intelectual europea tuvo en la América del medio siglo. Recordemos que creadores mayores como Marcel Duchamp, Piet Mondrian, Fernand Léger, Salvador Dalí, Max Ernst, László Moholy-Nagy, Josef Albers, Marc Chagall y André Masson, entre otros, estaban exilados en América cuando los pintores y escultores de la Escuela de Nueva York comenzaron a desarrollar sus modos creativos fundamentados en la acción, la experiencia y la improvisación.
En este contexto, cabe subrayar también la aportación de los artistas afroamericanos, hoy felizmente rescatada. De entre estos, conviene destacar a Archibald Motley, Palmer Hayden, Charles Alston, Romare Bearden, Jacob Lawrence, Jack Whitten, Bob Thompson y Norman Lewis, el sujeto que es el objeto de este artículo. Ciertamente, aunque no existió un arte sistémico de raza, paralelo al mundo del arte, en los cuarenta, sí puede aseverarse que los mecanismos sociales que regulaban la legitimación artística eran diferentes si se trataba de un artista blanco o de un creador negro.
En el caso de la música, sin embargo, sí se produjo una separación-marginación que ha condicionado el proceso histórico de consagración de los verdaderos creadores de los fundamentos de la música moderna, una 'peligrosa' configuración cultural de consumo masivo. Valgan como pruebas los race records (discos raciales) y el 'chitlin´ circuit' (una expresión intraducible tal cual), un entramado nacional de locales subalternos dirigidos por bribones negro-estadounidenses, donde se escuchaba jazz, blues, r&b y soul, entre los decenios de los treinta y los sesenta.
Norman Lewis nació en Harlem, Nueva York, el 23 de julio de 1909. Este barrio neoyorkino fue el escenario del Renacimiento de Harlem, un vigoroso movimiento modernista acontecido en los veinte/treinta del siglo pasado, que influyó de forma directa en la construcción de la vanguardia cultural americana y que, igualmente, fue una destacada fuerza inductiva de aquel Paris noir, de la negrofilia, cuando Harlem se hermanó con Montmartre, por nombrar los títulos respectivos de las obras referenciales de Tyler Stovall (1996), Petrine Archer-Straw (2000) y William A. Shack (2001).
Lewis creció en ese lugar emblemático, uno de los estandartes de la modernidad transatlántica; él y su obra son una consecuencia de lo que en ese distrito ha sucedido a nivel artístico y cultural entre los decenios de los veinte y los sesenta: Alain Locke, el editor de The New Negro, Aaron Douglas, Romare Bearden, Miguel Covarrubias, Duke Ellington, Bessie Smith, el Savoy Ballroom, el Apollo Theater y el Cotton Club, el bebop, Langston Hughes, Ralph Ellison, James Baldwin, Carl van Vechten, James Van Der Zee, Roy DeCarava, Gordon Parks, el Festival Cultural de Harlem (1969)… como escribiera David Levering Lewis ('Cuando Harlem estaba de moda', 2014), ese espacio neoyorkino «superpoblado, vulgar, escandaloso, era el París de Afroamérica», una aglomeración resaltada por Strivers´Row, un «bloque de casas de ladrillo visto marrón, flanqueado a ambos lados por hileras de árboles», que el arquitecto Stanford White diseñó a comienzos del siglo XX, según ajustada descripción de Carl van Vechten ('El paraíso de los negros', 2018).
En Harlem, Lewis aprendió en el Estudio de Artes y Oficios de Augusta Savage, llegando a ser uno de sus artistas preferidos. Augusta Savage fue la fundadora, junto a Lewis, del Harlem Artists Guild, una agrupación cuyo objetivo fue aumentar el peso de los artistas negros en el Federal Art Project (FAP), una extensión de la Works Progress Administration (WPA), un organismo estatal, promovido por Franklin D. y Eleanor Roosevelt, que impulsó el desarrollo de las artes y otros proyectos públicos durante el New Deal.
Formada en la Cooper Union, Savage fue una de las luminarias del Renacimiento de Harlem que atravesó el Atlántico a finales de los veinte. En aquel París de Adrienne Monnier, Sylvia Beach, Gertrude Stein, Peggy Guggenheim, Sonia Delaunay, Natalia Goncharova, Nadia Boulanger..., la creadora de Gamin (1930) estudió en la Académie de la Grande Chaumière, trató a Henry Ossawa Tanner y su estudio del Barrio Latino fue el lugar de encuentro favorito de creadores afroamericanos como Palmer Hayden, Hale Woodruff, Countee Cullen y la gran Alberta Hunter.
Lewis, como la gran mayoría de los expresionistas abstractos, estuvo vinculado al realismo social de los treinta, un estilo militante que la mayoría de ellos abandonó tras los Juicios de Moscú, la firma del Pacto germano-soviético (1939) y la paulatina implantación del realismo socialista como doctrina artística oficial del régimen totalitario soviético, un conjunto de acontecimientos que precipitó, como Serge Guilbaut señaló en 'How New York Stole the Idea of Modern Art' (1986), una pronta desmarxistización de la intelligentsia y el mundo de la cultura americana entre 1935 y 1941. Es comprensible, en consecuencia, porqué Hannah Arendt, conferenciante en el Club de la Calle Ocho, el principal espacio dialógico de la Escuela de Nueva York, escribió y publicó (1951), en plena ofensiva macartista, 'Los orígenes del totalitarismo en EE.UU.'
Lewis fue el contrapunto oscuro del expresionismo abstracto. Su trayectoria recuerda al narrador de 'El hombre invisible' (1952) de Ralph Ellison, una de las obras maestras de la novela americana de posguerra. Durante un largo período de tiempo, su nombre ha sido omitido en la mayor parte de los textos y exposiciones canónicas sobre dicha tendencia, lo cual resulta una verdadera anomalía pues fue reconocido por sus pares en su tiempo, figura en los enjundiosos árboles genealógicos de Ad Reinhardt, gran amigo suyo, sobre el arte moderno americano, expuso en la Willard Gallery, asistió a las sesiones del Studio 35 junto a la plana mayor del grupo, frecuentó el Club de la Calle Ocho y alternó con Barnett Newman, Mark Rothko, Allan Kaprow, Morton Feldman, Frank O´Hara y Aaron Siskind en la Cedar Tavern y el Five Spot, un café donde Cecil Taylor/ Steve Lacy, Thelonius Monk/John Coltrane, Ornette Coleman/Don Cherry y Eric Dolphy protagonizaron conciertos históricos.
¿Racismo? Ann Gibson, en su puntero artículo 'Recasting the Canon: Norman Lewis and Jackson Pollock' (Art Forum, marzo,1992), dice que sí y que no. De sus relaciones interpersonales no puede deducirse que existiera una deliberada conducta segregacionista hacia su figura y su trabajo. De hecho, en el mundo de la cultura neoyorkina de vanguardia de los cuarenta/cincuenta, las interacciones entre blancos y negros fueron sistemáticas; tal dinámica de reciprocidad constituye una de las regularidades cualitativas de ese momento creativo, siendo el jazz, precisamente, uno de los goznes de dichas afinidades.
'El negro blanco' (1973) de Norman Mailer, publicado originalmente en Dissent (1957), es una expresión fiel de las interrelaciones existentes entre los grupos de afinidad cultural conformados en ese período: el hípster es un negro-blanco transmutado. No obstante, cruzar la línea de color en aquella época, actuar a favor de los derechos civiles de los ciudadanos afroamericanos era un muro infranqueable para los intelectuales y artistas blancos. Esa barrera comenzó a derribarse en los sesenta, siendo la Marcha sobre Washington (1963) un hito histórico al respecto. Si existió hacia Lewis y otros artistas negros algún tipo de discriminación racial, esta adoptó una forma sesgada, esto es, el racismo, como estructura de poder, no manifestó en ese terreno cultural las mismas tácticas violentas que exteriorizó en la vida cotidiana de la mayoría de la «gente coloreada», un eufemismo abyecto. El KKK, una secta de criminales encapuchados a los que Philip Guston ridiculizó en tantos dibujos magistrales, fue la avanzada sanguinaria de dicha estrategia excluyente. La razón de su evaporación tiene otras claves explicativas. Lewis asumió, como sus colegas, el carácter formalista, no-político, de la nueva pintura americana, tras la sobredosis ideológica ingerida en los treinta. Todos ellos escogieron el individualismo radical y la travesía de la libertad expresiva como precondiciones irrenunciables de la creatividad artística. Abominaban el mundo exterior. Esos artistas constituyeron un segmento sobresaliente de 'La era de la Imaginación Liberal', por utilizar el significativo título de la colección de ensayos (1950) de Lionel Trilling, un destacado miembro de The New York Intellectuals, un brillante grupo de académicos, escritores y críticos (Clement Greenberg y Harold Rosenberg, entre ellos), preferentemente judíos, que jugaron un papel cardinal en la comunidad cultural neoyorkina tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Lewis compartió ese marco de referencia común, pero se separó del resto de los expresionistas abstractos en un aspecto fundamental: siempre mantuvo un compromiso ético en defensa de la dignidad cívica de los afroamericanos. En 1963, Romare Bearden, Norman Lewis y otros artistas negro-estadounidenses crearon el grupo Spiral, un colectivo implicado en el Movimiento de los Derechos Civiles, que tuvo una gran influencia en el Black Arts Movement, una corriente fundada por Leroi Jones (Amiri Baraka) en 1965, que tuvo sólidos nexos estéticos y políticos con el free jazz. Así, el 28 de marzo de 1965, en el Village Gate (Nueva York) tuvo lugar un concierto, parcialmente reproducido por Impulse (New Wave in Jazz, 1966), en beneficio de esa plataforma interdisciplinar del arte radical negro de los sesenta, en el que participaron John Coltrane, Sun Ra, Albert Ayler, Betty Carter, Archie Shepp y Marion Brown, entre otros.
Ese comportamiento condujo a Lewis hacia un lugar opaco, indescifrable, a un archipiélago remoto y desierto en el que permaneció encallado en los sesenta/setenta. Lewis fue un artista ingrávido, neblinoso, situado en una sociedad filtrada por el supremacismo WASP, un personaje dislocado por su condición racial y por su modo atípico de afrontar el arte en aquel luminoso ciclo artístico: su quehacer, una suerte de expresionismo abstracto lírico, como Romare Bearden, discípulo de George Grosz, maestro del fotomontaje y colaborador de Derek Walcott, caracterizara a su obra, incluía matices estructurales de carácter geométrico y minimalista y, al mismo tiempo, leves gamas figurativas, como revela su espectral 'American Totem' (1960). No obstante, hay otro aspecto aún más subterráneo que explica su misteriosa ocultación. Como ha señalado Jeffrey C. Stewart ('Beyond Category: Before Afrofuturism There Was Norman Lewis', en Procession, Ruth Fine, Ed., 2015), Lewis fue un pionero del afrofuturismo, un equivalente visual de Sun Ra, uno de los grandes genios del jazz de vanguardia. Ambos abrieron una nueva vía reflexiva de carácter cósmico, espiritual, en las vidas de los artistas afroamericanos, y no-afroamericanos, en la que el arte, con independencia de sus pretextos, incluido el racismo, únicamente pertenece a la imaginación formal, la experimentación, la innovación conceptual, la destreza y el sentimiento interior: formalista, lírico, geométrico, minimalista, negro, individualista, comprometido y afrofuturista, una combinación inusitada, el camino recto hacia el extrañamiento, el artista invisible malgré lui. Lewis nunca encajó en las categorías artísticas convencionales. De ahí su invisibilidad.
La relación de Lewis con el jazz tiene un origen familiar. Su hermano mayor (Sol) fue violinista en las orquestas de Chick Webb y Count Basie. En su sistema pictórico, el jazz constituye un elemento periódico de notación. Obras como 'Harlem Jazz Jamboree' (1943), 'Jazz Club' (1945), 'Bassist' (1946), la serie 'Jazz Musicians' (1948), 'Jazz Band' (1948) y 'Sketch to Charlie Parker '(1949), atestiguan la importancia de dicho género musical en su producción. Ann Gibson, en el artículo citado, y Sara Wood han establecido una analogía metodológica entre Lewis y los boppers: utilizaba determinados trabajos de otros artistas, Wassily Kandinsky, Paul Klee, Juan Gris, Lyonel Feininger o Mark Tobey, para componer, mediante la acción-improvisación, una obra propia, un procedimiento deconstructivo que los boppers instauraron. Sus pinturas sobre el jazz reflejan el impacto que el bop tuvo en su obra. El bebop renovó la escena artística de Harlem a principios de los cuarenta ya que las primeras incursiones de esa fórmula estilística tuvieron lugar en el Minton's Playhouse, el club harlemita que se convirtió en el laboratorio de ensayo de la nueva música. Charlie Christian, Charlie Parker, Thelonius Monk, Dizzy Gillespie, Kenny Clarke y otros construyeron un estilo avanzado de expresión musical emparentado con la pintura de acción, la prosa espontánea (beat), la poética activa, por recordar a Kevin Power, la fotografía accionista, el cine underground y el teatro vivo.
La situación de Norman Lewis ha cambiado en la última década. Así, sus telas han estado presentes en importantes proyectos expositivos como 'Afro Modern' (Tate Liverpool, 2010), una extensión de la argumentación de Paul Gilroy sobre el Atlántico negro como una contracultura de la modernidad ('The Black Atlantic', 1993), 'Soul of a Nation: Art in the Age of Black Power' (Tate Modern, Londres, 2017) o la reconsideración del expresionismo abstracto que realizó la Royal Academy of Arts(Londres,2016), que viajó al Museo Guggenheim Bilbao (2017), donde pudimos contemplar su espléndido cuadro 'Metropolitan Crowd' (1946).
Empero, la exposición que ha revalorizado su formidable legado ha sido 'Procession: The Art of Norman Lewis', una muestra organizada por la Pennsylvania Academy of the Fine Arts(Philadelfia) en 2015/16 y comisariada por Ruth Fine, editora asimismo del catálogo de esa exhibición. Este proyecto ha resituado a nuestro pintor en el mapa del expresionismo abstracto y del arte contemporáneo. El avance de la investigación, la reflexividad crítica y la divulgación de su obra dilucidarán hasta dónde puede llegar su restitución. En cualquier caso, esta exposición-catálogo ha visibilizado la complejidad de su contribución y la rica biografía intelectual y cívica que atesoró hasta su fallecimiento (27 de agosto de 1979). Mientras tanto, corresponde alegrarse de su reciente reparación pues es un síntoma de progreso cultural.
En un hermoso y sugestivo poema, 'Palabra de Sun Ra', Amiri Baraka (Sun Ra. 'Entrevistas y ensayos', John Sinclair, Ed., 2011), escribe: «Todo es sombra y cielo/la sangre es luz y agua/el aliento es calor y sol». Sun Ra y Norman Lewis visitaron el planeta Tierra en un momento de su evolución, dejándonos una inmensa colección de lienzos y acordes sublimes. Como Graham Lock (Blutopia, 2004) sugirió, la música saturnal de Sun Ra es una conversación utópica con el futuro. De igual manera lo es la pintura de Norman Lewis: cuadros como 'Spasms' (1964) o 'New World Acoming' (1971) acreditan que los dos viajaban en la misma nave espacial. Perdidos en el espacio interestelar, construyeron una cosmogonía musical y pictórica intercambiable, donde el ojo, la oreja y el alma confluyen en la nada, esa nada con la que Claude Lévi-Strauss concluye 'El hombre desnudo' (1976), unas irreemplazables palabras finales ante las cuales solamente puede decirse «A Love Supreme».
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