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Cuando joven, Mario Vargas Llosa declaró escribir con el cuello de la camisa apretado y los puños abotonados. Después, ya de mayor, confesó hacerlo remangado, ... a pecho descubierto, con menor rigidez. Con aquella rigurosidad primera concibió novelas totales –con las que trataba de emular a las de sus ídolos literarios–, historias que abarcaban todos los niveles posibles de la realidad y presentaban «un mundo psicológico, social, individual y colectivo, político, costumbrista, erótico…» para deslumbrar al lector con la universalidad que alcanzaba su peripecia. Y, como entendía que la novela para ser total no solo tenía que ser grande en su contenido, sino también en su continente, «porque las grandes novelas también suelen ser novelas grandes», transitó con naturalidad por ese camino extenso (de hecho, la primera edición de 'Conversación en La Catedral' se publicó en dos tomos), demostrándonos que un libro solo parece interminable cuando no es capaz de atrapar al lector. Y por esa senda continuó transcurriendo gran parte de la creación literaria de su etapa más joven –antes de los treinta y cinco años había publicado nueve ficciones dignas de figurar en cualquier historia de la literatura–, aunque luego algunas otras posteriores las escribiese remangado, acordes con unos tiempos de lectura más vaporosos y superficiales, pero sin rebajar ni un ápice de calidad.
Vargas Llosa, junto con otros novelistas del 'boom', sorprendió mi adolescencia lectora con una forma diferente de narrar, de compleja estructura, que atrapaba pese a que pudiese tratar temas políticos lejanos o situaciones infrecuentes, pero nunca ajenos, porque eran profundamente humanos. Aunque en los últimos tiempos su figura estuviese absorbida por la deslumbrante nimiedad de la jet set –el papel cuché no pudo echar por tierra su grandeza literaria– Vargas Llosa persistirá en las letras españolas como uno de los más grandes.
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