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Ana del Castillo
Santander
Sábado, 31 de agosto 2019, 07:37
En el arpa de hierro del piano viene un código de serie. El 105707. Una combinación numérica con más historia que una enciclopedia. Por lo pronto, tres datos: Érard. París, 1916. El afinador de pianos Daniel Chiprian (Transilvania, 1992) lo está poniendo a punto en su taller de Torrelavega. Lo rescató de un piso en Cantabria. Los propietarios querían deshacerse de él: «Su intención era quemarlo porque iban a hacer una reforma en casa y claro, pesa 350 kilos. Moverlo no es fácil», señala. Ahora él es el responsable de ese centenario piano cuya marca es la misma con la que autores clásicos como Beethoven, Chopin, Mendelssohn o Verdi, entre otros, compusieron grandes obras maestras.
Educador social de profesión y afinador de corazón, por sus manos han pasado más de 400 temperamentos. Llegó a Cantabria hace 15 años y aunque su padre era un apasionado de la música -«en Rumanía tenía cientos de vinilos y casetes»- no fue hasta llegar al instituto Besaya cuando, gracias a la vocación y amor por la música de una profesora, se interesó por los sonidos que salían de las entrañas del piano: «No alcanzaba a comprender cómo los martillos golpeaban las cuerdas y salía un sonido tan bonito». Así que ahorró su primer sueldo -y unos cuantos más- para comprarse uno.
Chiprian, que desde hace un tiempo es el afinador del músico Quique González, posee un gran sentido de la melodía. Verle trabajar es todo un espectáculo. Se coloca el diapasón en la boca para que su cabeza funcione como caja de resonancia, con la mano izquierda toca las notas y con la derecha ajusta el clavijero. Para no rallar el piano, lleva puesto un delantal negro con seis nombres bordados en verde. ¿Quiénes son? «Personas de Estados Unidos, Chile y Argentina que me han ayudado a llegar hasta donde estoy ahora. William Bremmer, por ejemplo, es un afinador de Wisconsin que de manera altruista me enseñó las técnicas y trucos para llegar a ser alguien importante en esta profesión. Es mi mentor», explica.
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En otra sala del taller de Torrelavega, del que prefiere no dar la ubicación exacta, tiene las tripas de un piano chino sobre una mesa y un Ortiz Cussó de 95 años listo para pasar la 'ITV'. Revisar los pedales, el martillo, limpiar tecla a tecla y afinar las 230 cuerdas hasta conseguir un tono de 440 herzios (patrón de afinación: el La de la octava central) le puede llevar meses. «Afinar uno que regularmente se toca, una hora y media», explica.
Daniel puede pasar en el local seis horas por la mañana y cuatro por la tarde y no sentir que es una obligación. Además, se inspira y le relaja para enfrentarse a sus clases con los chavales. «¿Vosotros tenéis alguna pasión? Ésta es la mía», se justifica como disculpándose por haber encontrado su piedra angular.
La música es una de las mejores herramientas para investigar científicamente el cerebro, pero también para conseguir llegar donde nadie puede. Por eso Chiprian le da tanta importancia a la asignatura que imparte en el centro de menores donde trabaja. «Los chavales no hablan contigo, pero a través de la musicoterapia consigo sacarles cosas que de otra manera no podría. Es algo increíble, creo que la música debería estar en todas las casas».
Ocho años afinando dan para alguna que otra anécdota. Recuerda el vértigo que le dio encontrar un periódico de 1850 en el interior de un piano francés o el susto que se llevó al encontrar una pistola. «Me llamó un chico porque había adquirido un piano de anticuario de 95 años y quería que me acercara a su casa para echarle un ojo. Comencé a abrirlo por abajo y al hacerlo me encontré un arma vieja, como de la Guerra Civil. Los dos nos quedamos sorprendidos, pero el propietario, que casualmente era Policía, me dijo que no me preocupara, que él se deshacía de ella», narra.
Su deseo es llegar a afinar los pianos del Palacio de Festivales, como ya hizo en una ocasión en el Ateneo con un Bösendorfer, «que debió costar en su día unos 120.000 euros», señala.
Su mano izquierda se posa sobre las teclas de marfil del Érard como si fuera el tronco de un árbol y la derecha mueve las hojas con libertad. Está interpretando 'El último adiós', una de sus obras. Su envidiable sensibilidad le ha llevado también a componer, a tocar la guitarra y a escribir poemas editados en el libro 'La luz de mi noviembre'. «Perdonad, soy un friki de esto», se disculpa por abstraerse unos minutos en la sonoridad del que es ya su piano «favorito». Aún tiene que quitarle la polilla, pero a eso le ayuda su padre. «Es el que entiende de tratar las maderas», puntualiza.
«Una última cosa», dice antes de despedirse. «Gracias. Me emociona que un rumano salga en la sección de cultura del periódico y no en la de sucesos. Gracias, de verdad».
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