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Ángel Sopeña es el poeta verdadero de su generación en Cantabria. Me refiero a una generación de transición entre los poetas surgidos a lo largo ... de la prolongada posguerra (relacionados, de un modo u otro, con el grupo Proel: Hierro, Maruri, Hidalgo, Salomón, Rodríguez Alcalde, Arroita-Jauregui, Arce, Gago...), y la nueva generación poética que eclosionó con intensidad en la década de 1990, teniendo quizá como punto de referencia la colección Scriptvm de Alcorta y Fombellida.
En medio quedan otros grupos, colecciones, revistas, antologías..., pero creo que la historia de la poesía en Cantabria de la segunda mitad del siglo XX puede sintetizarse en esos dos momentos. Y en medio, como único referente indiscutible y reconocido por los más jóvenes de esta historia, Ángel Sopeña y su poesía.
José Hierro definió la bahía de Santander como una «bahía de cámara», utilizando el término musical que diferencia lo camerístico de lo sinfónico. No es difícil entender qué quería decir el gran poeta. Sopeña pasó su infancia y adolescencia en el entorno de la santanderina Cuesta del Gas, junto a la bahía. Ya sé que está cogido por los pelos, pero abusando del ejemplo siempre he pensado que Ángel es un poeta de cámara. Un poeta de canciones, no de óperas.
Cuando pienso en su poesía me vienen a la cabeza y al corazón las canciones de Schubert. Alguna vez he hecho la prueba, he leído en voz alta poemas de 'Lenta estrella' o de 'Casi todo es prosa'con el piano schubertiano de fondo, y todo parecía encajar. Schubert es la banda sonora de Sopeña, Sopeña un poeta a cuyos versos el vienés hubiera puesto música.
Los poemas de Ángel son dulces cargas de profundidad. Preciosas miniaturas melancólicamente sofisticadas, bocados exquisitos de alta cultura y civilización. Y cuando los tienes ya dentro de la mente y del corazón, aparentemente inofensivos en su belleza extrema de flores de invernadero, estallan desde su interior formal y conceptual con la fuerza romántica, y a veces expresionista, de un océano en alza, de una selva indomable. Y la metralla queda ya para siempre incrustada en el lector, forma parte de él hasta el final. Hay que tener cuidado con las delicadas flores cultivadas por Sopeña, embriagadoras de melancólico y sutil perfume. Son flores de planta carnívora, devoran tus entrañas con los colmillos salvajes de la más radical poesía.
Los poemas del siglo XXI de Sopeña, los que integran por ejemplo el libro 'Nuevos retales del sastre', ya no me recuerdan tanto a Schubert, ahora me traen a la inteligencia a Brahms. A un Brahms al que Ángel empieza a parecerse incluso en lo físico, en la mirada que, estructurada ya para siempre por el Romanticismo, acepta los envoltorios certeros del impresionismo preocupado por los detalles de paisajes y ambientes, para luego estallar, a posteriori, en un expresionismo inundado de lucidez inaudita, de un pesimismo aceptado, comprendido y comprensible, en estricta sabiduría de vida.
Los 'Retales de sastre' del poeta (ironía y conciencia cristalina del puro y santo oficio de artesano), son sobrecogedoramente hermosos, de una clarividencia que hace daño, que pellizca tanto los latidos de la inteligencia como los de la emoción. Son las huellas de un poeta que está ya más allá, ensimismado en un continuo autorretrato que explica y abarca el mundo, pues el mundo todo habita en Ángel Sopeña, en él respira, siente y padece. Ángel es el mundo (el cielo y el infierno vividos y respirados), y sus poemas una senda para explorarlo.
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Ana del Castillo
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