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Una historia de amor a pleno sol; eso es lo que se encuentran estos días en los paseantes justo en medio de la plaza de ... Farolas. Entre las casetas de los libreros, dando con discreción la espalda a la bahía y al abrigo de la sala de actos, las vitrinas de la exposición de la Feria del Libro Viejo ofrecen un peculiar recorrido, en apenas diez metros, por medio siglo de historia local. Pero no la de los grandes nombres y el poder, no la de hazañas y desgracias, de victorias y desfiles. Ni mucho menos. Tras esos cristales se conserva la vida cotidiana de una ciudad que no quería ser de provincias, y que fabricaba su propio imaginario a través de paisajes tan comunes como las tiendas de ultramarinos. Un Santander que se abría a la modernidad, sobre todo a través de la nueva tipografía.
El amor de nuestro argumento es un flechazo, el que sintió un joven inglés llamado Alaistair Carmichael hace tres décadas, cuando recién llegado a Santander fantaseaba con abrir su propia imprenta. Una con sabor añejo, casi más artesana que industrial. Y entonces dio con la Imprenta Guzmán.
Carmichael ya la conoció cerrada; fundada en 1914 por Victoriano Guzmán Pérez Palacio, no pudo adaptarse los cambios de los años setenta y ochenta y al acercarse el cambio de siglo su nieto Francisco tuvo que desmantelar el pequeño taller, que se vendía por piezas. «Todavía tenía ese olor tan reconocible a tinta, pero ya no había ruido de máquinas, ni movimiento», nos cuenta en el catálogo de la exposición. Aún así, todo un paraíso para el joven aprendiz de impresor, al que se le salían los ojos de las órbitas con los chivaletes y las estanterías de baldas inclinadas, para poder ver lo que guardaban. Sin embargo, aunque en principio le atrajeran más las máquinas, el verdadero tesoro sería la última oferta: el archivo. Una inesperada muestra de la memoria gráfica de la ciudad a través de algo tan cotidiano como las octavillas de publicidad, el correo comercial, las tarjetas de visita o los carteles de anuncios. Los centenares de clichés, pruebas de imprenta y piezas únicas le robaron el sueño un par de noches, hasta que decidió hacerse con el fondo, aunque fuera sacrificando la compra de alguna máquina de impresión.
Y es que Guzmán no fue un taller de artes gráficas dedicado a los libros -según aclara Carmichael, «son los libros que imprime una imprenta lo que le puede hacer ganar una mención en los libros de historia»-; su vocación era comercial, es decir, orientada al comercio. Bolsas de papel, etiquetas, correspondencia con membrete... Sobre todo, llamaría su atención la papelería dedicada a los ultramarinos, un tipo de negocio que para las nuevas generaciones parece sacado de otro continente, pero que fue en cierto modo la base de la vida social de la ciudad durante buena parte de su historia contemporánea: «Las tiendas de ultramarinos era donde realmente tenía lugar la vida social de la ciudad», opina. Y, como lo hace desde detrás del mostrador de su puesto en la Feria, una lectora atenta a la conversación puntualiza: «mucho más que en los bares». El momento de encuentro con los vecinos, del comentario, del intercambio de pareceres, se llevaba a cabo en esos establecimientos de comestibles que, aunque en realidad ofrecieran productos nada exóticos, ya tenían un concepto muy elaborado de la mercadotecnia, empeñada en llenar de glamour las tiendas de barrio: «les gustaba poner nombres evocadores a sus comercios, como 'El Paraíso' o la 'Tropical'; como si quisieran vender, más que sus productos, una idea de sofisticación y cosmopolitismo que contrasta con la vida cotidiana de las ciudades de la época». En cierto modo, le produce envidia: «¡Pensar que yo ahora compro en un supermercado cualquiera, y antes podían comprar en 'Jauja'!».
Mientras conversamos, los visitantes de la feria curiosean ante la exposición. Algunos coleccionistas se acercan a comentar las piezas con el librero -Carmichael hace dos décadas que regenta una librería de viejo en Lloreda de Cayón, y es en buena medida culpable de la implantación de una Feria cuyo éxito se mide por la reincidencia de sus habituales, incluido su 'académico particular', Pedro Álvarez de Miranda, que no falla ni un verano-, aunque a él lo que realmente le gustaría es «saber qué sienten aquellas personas que conocieron los comercios, que formaron parte de sus vidas».
Además del factor nostálgico, que para la exposición se ha reforzado con alguna aportación extra, como planchas litográficas de principios del XX o botellas con etiquetas estampadas -de la cayonesa Lejía la Insuperable, por cierto-, destaca la pericia del artista, en este caso desconocido. Y es que los clichés están realizados manualmente, cada letra, «un auténtico asombro para un zurdo como yo, al que le cuesta incluso hacer buena caligrafía», dice Carmichael. Las piezas no están firmadas, y tan solo se conserva la rúbrica de un tal J. Piqueres, a quien no se ha podido localizar. Pero la muestra ofrecida permite rastrear la evolución estética a lo largo del siglo XX, pasando del modernismo a las vanguardias -tipográficamente, tal vez lo más espectacular sea una sencillísima felicitación de 1933-, una revolución que se invierte para reflejar más tarde la primera posguerra y el lento proceso de recuperación. Y eso, a pesar de que «el comercio minorista era un sector estéticamente conservador».
Durante décadas, Carmichael se ha negado a vender las piezas del archivo de la Imprenta Guzmán; en modo alguno quisiera desgajar la colección. Esta pequeña muestra -cuatro veces más grande, en el primer proyecto- es sólo un anticipo de una futura exposición de más largo alcance, en la que recuperar de un modo novedoso la memoria urbana de la región. Un pequeño museo de la vida cotidiana que bien merecería que alguna institución se tomara en serio su conservación. Entre tanto, bien vale la pena acercarse hasta los jardines de Pereda y maravillarse, por ejemplo, por la inventiva de los salineros de Cabezón, que como nombre comercial para su sal eligieron 'Lot'.
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