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El profesor de Historia de las ideas que se reveló literariamente en los 80 con 'La media distancia', solo escribe desde entonces «sobre aquello que me parece necesario y urgente». Y así continúa. Como nunca ha entendido «lo del horror a la página en blanco», ... acaba de ver la luz su nueva novela, 'Primer amor' (Alfaguara). Alejandro Gándara (Santander, 1957) fiel a esa mezcla de escepticismo e ironía, apunta que «ahora es difícil publicar, más difícil que te hagan caso y casi imposible encontrar interlocutores literarios». En su nuevo libro ahonda en ese territorio del pasado que muta en presente, entrelaza amor y descubrimiento y mantiene esa desazón afilada con la que se enfrenta a las emociones humanas. «El amor –subraya– es nuestra primera forma de simbolizarnos. Y corremos peligro».
–Aquello de José Luis Martín Vigil, 'primer amor, primer dolor'. ¿Verdad o mentira, o ambas?
–La mayoría de las personas cuando llega a la adolescencia o cuando llega su primer amor ya ha sufrido lo suficiente. El amor es un catalizador de ese dolor que trae la vida, lo representa a su modo y le da un sentido. El primer capítulo de la novela se titula Si el dolor es amor. Hasta tal punto se confunden a veces.
–Ha definido su libro como un cuento de fantasmas, pero ¿no es eso toda la literatura?
– Hay muchas clases de literatura y eso sería simplificarla mucho. He dicho que mi novela es una historia de fantasmas en el sentido de que hay imágenes que nos persiguen toda la vida. Pero no existen solo los fantasmas, también están las hadas, los demonios, los empleados y muchos otros protagonistas que desfilan por el mundo.
–En 2021 dijo que «el primer amor es una catástrofe de la que se puede salir bien, incluso mejor que antes». ¿Su novela tiene vocación de restitución?
–Escribiendo la novela descubrí que el primer amor es en realidad un símbolo de todo aquello que se deja atrás: la infancia, la dependencia, el amor incondicional de la familia, la protección... Todo eso se resume o suele resumirse en una historia relativamente comprensible: la de alguien a quien se amó y lo que sucedió con eso. El amor es nuestra primera forma de simbolizarnos. Y corremos peligro.
–Lo siento, la pregunta es obligada. ¿Andrés Aja es el otro lado del espejo de Gándara?
–Yo diría que es este.
–¿Toda novela supone un acto de iniciación?
–Un acto de consagración. Invoca un territorio, un tiempo, unos personajes y nadie más puede ocupar ese lugar ni antes ni después. Y se quedan ahí para siempre.
–¿Cuál fue su primer amor literario?
–Emily Brönte. Primero y último. Nunca volveré a amar una novela como amé 'Cumbres Borrascosas'.
–¿El pasado es un cabroncete que trata de robarte las palabras más necesarias?
–A cierta edad, el pasado es un renacimiento. Todo vuelve a vivirse, incluso las sensaciones que se creían olvidadas, pero con la diferencia de que ahora hay más posibilidades de darle sentido. Es muy parecido a vivir dos veces. Por eso doy gracias por haber llegado a esta edad y por eso estoy convencido de que esta novela es para mayores de 50.
–¿El oficio es una bendición, o una incómoda comodidad?
–He aprendido, y me ha costado, a considerar la escritura como algo que se basta a sí mismo. En eso se parece al amor. Cuando uno ama no necesita propósitos ni lo hace con un fin. Lo que quiere es vivir su amor y nada más.
–Su paréntesis, ¿se entiende como una decisión para ejercer la escritura de forma más aseada?
–No sabía que fuera desaseado. Escribo, desde el primer libro, solo sobre aquello que me parece necesario y urgente, según decía Juan Benet sobre mi escritura. Y así continúo. Si no tengo nada que decir que cumpla con eso me callo y no pasa nada. Nunca he entendido lo del horror a la página en blanco. Si no tienes nada que decir, nadie te obliga a hablar.
–¿Usted es un outsider que busca la intemperie para no ser atrapado por los fabricantes de etiquetas?
–Soy un outsider raro. Me han dado todos los premios que he buscado, me han publicado regularmente y me he ganado la vida con asuntos relacionados. La figura del outsider no coincide conmigo y en estos tiempos es bastante menos romántica de lo que uno imagina. Ahora es difícil publicar, más difícil que te hagan caso y casi imposible encontrar interlocutores literarios.
–La autoficción, además de ser vieja, ¿se antoja un ejercicio de escapismo de los corsés tradicionales del género?
–No estoy muy versado en géneros y siempre he detestado las clasificaciones de ese tipo. Hay libros que me dicen algo y hay libros que no me dicen nada. Me da igual de dónde se los haya sacado el autor o la autora.
–¿Cómo es el amor en los tiempos de Twitter?
–No tengo Twitter y mi amor de ahora ya es viejo. O sea, que para mí el amor en los tiempos de Twitter es como el amor en tiempos de los pantalones campana.
–Cuestión alimenticia aparte, nada baladí, ¿sigue escribiendo por la misma razón y deslumbramiento?
–Bueno, cada vez me apasiona más el mundo y dentro de él la escritura. Como he dicho, hay que buscar las cosas que se bastan a sí mismas. La felicidad es esa búsqueda. No siempre se encuentran. Pero incluso el fracaso forma parte de la felicidad, siempre y cuando se fracase en la búsqueda de lo que es bueno para uno.
–¿Leer es ya el definitivo lugar de resistencia?
–Depende de lo que se lea. Yo no estoy a favor de fomentar la lectura, sino de fomentar el pensamiento. El libro también crea idiotas. Y papagayos.
–¿La nostalgia supone un peaje obligado cuando los sentimientos vertebran una narración?
–Hay que diferenciar entre nostalgia y melancolía. La nostalgia es el deseo de regresar a un sitio o a una época. La melancolía es un sentimiento de pérdida, de algo irrevocablemente perdido. Ulises es nostálgico. Werther es melancólico. Creo que mi novela no es ni una cosa ni otra. Es mi presente, el de aquí y ahora. Ni quiero volver a ninguna parte ni siento algo como irreparablemente perdido.
–¿Qué destaca en las afueras de ese epicentro que el mercado se empeña en imponer?
–No me fijo mucho en el mercado ni, para ser sincero, sabría decir a ciencia cierta qué es. Esas nociones son demasiado vagas o ideológicas para identificar nada y a mí me iluminan poco. Por lo demás, ahora lo que me apasiona es traducir a mis queridos griegos y tratar de meterme en su cabeza, que es un ejercicio apasionante y probablemente inútil.
–Con tanto tonto tomando decisiones, ¿el sentido crítico y el del humor están en peligro de extinción?
–El sentido crítico se desarrolla con la reflexión, el estudio y el debate. En España no hay instituciones de Estado ni de otra clase que hayan apostado sistemáticamente por el desarrollo del pensamiento y por la creación de espacios que lo impulsen. Por el contrario, se ha procedido a su eliminación sistemática y a tratar de persuadir de que los espacios culturales de ocio y los programas de actividades cumplen la misma función. En la cola de los museos solo hay gente que no sabe dónde ir.
–Cuando regresa a Santander, ¿qué ve?
–La ciudad a la que volveré pronto.
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