Nunca es tarde para Salter
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Seis novelas, dos libros de relatos, unas memorias, pero es ahora, tres años después de su muerte, cuando los lectores legitiman su singular carreraDecir que James Salter era piloto de aviones de caza, más que un dato es una advertencia de quién era, y también de cómo era su escritura. Decir que combatió en Corea, que firmó diez guiones de cine, que dirigió una película, que se codeó ... con Nabokov, Saul Bellow o Robert Redford son apuntes sugerentes. Casado dos veces. Seis novelas en sesenta años. Candidato al Príncipe de Asturias de las Letras en 2014. Fallecido en 2015. Todo datos. Todos ciertos. Y sin embargo, ninguno responde por entero a la incógnita de quién es James Salter, de por qué al leerlo muchos escritores, críticos y lectores perciben algo parecido a un hallazgo.
La publicación de un nuevo libro dedicado a sus palabras ('El arte de la ficción', Salamandra) invita a cuestionarse qué hay detrás de un hombre que hizo de la contención y la mesura un estilo literario. Lo logró alejado del mundo editorial, o quizá gracias a eso. Mientras Cheever, Richard Yates o Kerouac ocupaban su lugar en el mundo, Salter se deslizaba por editoriales y revistas sin levantar demasiado ruido. Leía guiado por su instinto a Colette (su gran referente), Balzac, Céline, Lorca, Faulkner; absorbía el cine de Truffaut o Godard, a todos los que cita en el ensayo póstumo que esta semana ha llegado a las librerías y que recoge las conferencias que dictó unos meses antes de morir. Salamandra promete nuevas entregas de material descatalogado, mientras en su país, Estados Unidos, se publican sus cartas, ensayos y artículos recopilados por su mujer, la escritora Kay Eldredge , en 'Don't save anything' (2017).
Es habitual que, tras la muerte de los autores, su obra adquiera nueva vida, ¿pero qué paradoja envuelve a Salter, cuyo trabajo sobrevolaba ciertas élites y ahora está presente en las mesas de todo tipo de lectores? Si en The Guardian lo definían en 2013 como «el héroe perdido de la literatura norteamericana», ¿a qué se debe este empuje editorial que lo recupera y lo reivindica cada vez con más justicia?
La respuesta puede estar en el día que empezó todo, el día en que Salter abandonó su prometedora carrera como oficial para convertirse en escritor. Un hombre se define a sí mismo por la forma en que recuerda su memoria, y en ese sentido, la memoria de Salter traduce semejante decisión en estas líneas: «Cuando por fin me decidí a cambiar de rumbo, a renunciar a mi rango y empezar una nueva vida, el acto en sí fue sencillo: escribí una carta de dimisión y la entregué en mano». Sencillo. Sólo una carta. Apenas hay contexto, y sin embargo es fácil imaginar el despacho, la austeridad de las paredes, los uniformes, tan solemne la escena y de repente un oficial que cambia los galones por la incertidumbre de seguir el dictado de su ánimo: convertirse en escritor. Valentía así en el cielo como en la tierra.
Su vida había transcurrido entre la educación militar (estudió en West Point, dos cursos por detrás de Kerouac) y el vértigo de la guerra (ingresó en 1945 en las Fuerzas Aéreas y prestó servicio como piloto de combate en el Pacífico, Europa y Corea). Esa vista de pájaro está en cada una de sus líneas. Con casco. Gafas. Un barbuquejo que le tapaba la boca. Metido en una cabina de poco más de un metro cuadrado, el ruido del motor, el ritmo nítido de las palabras en su mente.
Volando se convirtió en narrador sin que nadie lo supiera. Escribía como algo inevitable, tan inevitable como esquivar el fuego enemigo, la adrenalina, el miedo. Tan natural. Así llegó 'Pilotos de caza' ('The hunters'), que publicó bajo pseudónimo (su verdadero nombre era James Arnold Horowitz) en 1958. Fue entonces cuando el piloto saltó del avión. «Aceptaron la carta con naturalidad, como si les entregara un par de botas», dice Salter, como si nos advirtiera de que no hay de nada malo en el desengaño, que en las grandes decisiones no suele haber una reacción proporcional a la entrega.
Así comenzó una carrera literaria con más querencia hacia la experiencia vital que al reconocimiento. Muchos han dicho que la fama le rehuía, pero si algo tiene Salter es precisamente esa libertad, sólo posible desde cierta sombra: «Me refiero a la libertad artística», dice en su ensayo, «no estar sometido a corrientes de moralidad o a ningún catecismo (...) No debería haber cortapisas en lo que te está permitido pensar o imaginar». Publicaba sin urgencia, y convivía entre guiones cinematográficos con los largos tiempos que el cine se gastaba hasta ver la luz.
Su forma de concebir el acto creativo estaba lejos del fulgor literario. No encaja en modas, y tampoco cae en imitaciones que él mismo se esforzó en evitar, sobre todo a Hemingway. Así construyó una voz rítmica, que suena clara desde las primeras páginas de una bibliografía tan escasa como poderosa, construida sobre una burguesía ensimismada, aturdida, complaciente, siempre con mujeres tan poderosas como magnéticas: «En mis libros, la mujer siempre es más fuerte», aunque sea para hacer languidecer el amor.
Era un gran observador, pero su genialidad radicaba en la forma que describía lo que veía: sin ningún juicio de valor, ninguna postura moral. Nada. Describir bien, decía, «no depende sólo del acierto en la observación; también del modo de contar». Y en ese sentido, Salter, como otros tantos autores, también se preguntaba de dónde nacía la inevitable necesidad de escribir. Al principio, escribía de noche o muy de mañana; en esos instantes en los que lograba «estar en paz» consigo mismo al sentarse en la mesa alargada de su escritorio cuando todos dormían. Durante el día, sólo se preocupaba en ganarse la vida. «Al principio eres capaz de escribir en cualquier sitio, pero has de dedicarle tiempo, has de escribir en lugar de vivir. Has de dar mucho para recibir algo». ¿Y qué es ese algo? La fuerza del deseo, dice Salter. No escribía por «placer», ni por «complacer a otros, por elogios o el dinero»: en sus páginas Salter es deseo, no razones, una máquina precisa de sugerir percepciones y agarrarlas al papel para que nunca se evaporen. A eso dedicó los dos dedos con los que tecleó en su máquina de escribir eléctrica durante 60 años: a contar las contradicciones, las experiencias mediocres de los cobardes, el lujo de la carne, el éxtasis: «Él le hacía el amor todas las mañanas y ella no sabía si estaba iniciando la vida o tirándola por la ventana, pero lo amaba y nunca olvidaría».
Escribir, por tanto, iba en Salter más allá del puro acto de narrar. Sólo así se entiende que en su última novela certifique el sentido de todos sus actos con este epígrafe: «Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales». ¿Cómo lo logra? Colocando a los personajes al borde de sus propias expectativas, como si al final quisiera concluir que lo único plausible y válido es el amor («Ella le ofrecía todo lo que él había querido ser. Le había sido concedida como una bendición que probaba la existencia de Dios» 'Todo lo que hay'); el amor por los hechos cotidianos, por algo puramente hedonista basado en el ejercicio intelectual, en el sexo, en el poso de las experiencias que llegan, suceden y pasan de largo con el esfuerzo que supone dejarlas ir. No hay más grandilocuencia en su literatura que esa, por ello, en apariencia, en las novelas de James Salter no sucede nada, salvo la vida.
Esa fue la primera puya que le lanzaron allá por los años 60 con 'Juego y distracción', una oda al erotismo en la que un joven norteamericano Europa tiene una aventura con una joven francesa. Este libro (su segunda novela tras 'Pilotos de caza', sin contar 'The arm of flesh', que pasó sin pena ni gloria hasta su revisión y posterior publicación como 'Cassada', en 2002, inédita en español) contiene por primera vez su voz en plenitud, en un texto que es la máxima expresión del deseo como algo efímero, con los cuerpos dedicados a descubrir en «largos y arrebatados embates» todo su potencial. El tiempo en esa novela transcurre como algo vertical, como si ambos permanecieran clavados en su propia conciencia del gozo.
La crítica no aplaudió el resultado. Y tampoco lo hizo como ahora sucede con 'Años luz' (1975), su siguiente libro. Salter enfrenta a una sociedad adormilada por los estímulos del bienestar a su propia decadencia, incapaces muchos de ellos de superar su lenta destrucción. En 'Años luz' presenta a Nedra y Viri, un matrimonio culto, sofisticado, casi envidiable, pero bajo el brillo intermitente de las cosas que son irrepetibles y que viven como tal, todo está apagado. «Yacían en la oscuridad como dos víctimas. No tenían nada que darse el uno al otro, estaban atados por un amor puro, inexplicable. Si ellos hubieran sido otra pareja, a ella le habría atraído, lo habría amado incluso. Eran tan infelices».
Como si hubiera anticipado la atiborrada sociedad de consumo que ha llegado en nuestro tiempo, sus historias carecen de excesos y vuelven su mirada a lo esencial, de ahí que sus relatos estén llenos de huecos, de poderosas elipsis sobre lo cotidiano. Publicó dos volúmenes: 'Amanecer' (1988) y 'La última noche' (2005). En ellos, Salter señala lo fallido sin contarlo, la única forma de nombrar lo que al terminar queda para siempre: «El pasado, como una marea repentina, lo había barrido, no como fue en realidad sino como no podía evitar recordarlo». Quizá por eso entrar en Salter es acceder a algo distinto a la lectura: lo que queda es una impresión. Es como si sus palabras funcionaran como un espejo involuntario, como verse en un vídeo sin saber que te han grabado. Sus historias están en manos de seres incapaces de ejercer sus vidas, fascinados por lo inmediato, por la felicidad que rozan y enseguida se evapora, y se pudren intentando recuperarla. Es como si con ellas tratara de advertirnos de que controlar la vida es como intentar controlar el mar: se puede navegar, pero al final siempre queda la marea. Ante eso, Salter se deja llevar fascinándose por todo, porque al final, como dice en sus memorias, lo único que queda «son las ganas de vivir».
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