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Lo sostiene de manera radical y argumentada: el moralismo se ha adueñado de una parte importante del pensamiento crítico actual. Yla tolerancia es un término gastado, un tópico que no esconde más que una paleta de colores, algo folclórico que nos aleja del conocimiento de la realidad de los otros. Marina Garcés (Barcelona, 1973) es filósofa, profesora y a su manera activista social. Y reflexiona sobre la libertad, la esencia de las sociedades contemporáneas, la tiranía del sentimiento y el dolor. Lo hace en 'Malas compañías' (Ed. Galaxia Gutenberg), su último libro, y en esta entrevista en la que hace una afirmación dolorosa por lo que tiene de fracaso como especie:«Hacer daño es algo intrínsecamente humano».
– No somos libres, dice al inicio de su libro. Sartre decía que el hombre está condenado a serlo. ¿En qué quedamos?
– Estar condenados a ser libres es una paradoja... Comprender que no lo somos es la condición básica para intentarlo. ¿Libres de qué? De dominaciones, de sometimiento... eso es lo que hay que buscar. Porque no elegimos dónde ni cuándo nacer, ni en el seno de qué familia y en la inmensa mayoría de los casos tampoco elegimos cómo ni cuándo morir.
– Esto que acaba de decir determina mucho la vida de cualquiera.
– El espectro del determinismo es muy amplio. Debemos entender esas circunstancias y usarlas como base para una vida mejor. El fatalismo al que todas esas circunstancias sobre las que no tenemos margen de maniobra alguno nos puede llevar no es contradictorio con la idea de libertad.
– Su reflexión sobre el dolor y el daño es interesante. Y se pregunta sobre si en un mundo sin dolor dejaríamos de hacer y de hacernos daño.
– Esa pregunta atraviesa muchas ficciones. Si erradicáramos el mal, que es algo propio de una utopía perfecta, ¿habría una sociedad sin daño? Creo que no. Ya en la Revolución francesa se dieron cuenta de que siempre estaríamos haciéndonos daño. El dolor puede ser anestesiado; el daño, no. Hacer daño es intrínsecamente humano.
– No solo la francesa. Ninguna revolución ha acabado con ello.
– Si fuéramos seres condicionados o programados, otro sueño distópico, aunque esa sociedad causara dolor no haríamos daño. El daño es el drama de la libertad.
– La Revolución bolchevique buscaba el 'hombre nuevo' y ya sabemos cómo se saldó.
– Todos esos imaginarios del 'hombre nuevo', o de volver a nacer (eso es la vida eterna), son mitos de la pureza, del poder librarnos del dolor y el daño. Pero esos mitos son muy peligrosos. La pureza nunca es suficiente para ser totalmente puros, ni la bondad lo es para ser del todo buenos, ni la autenticidad para ser auténticos.
– Por seguir hablando de tiranías, aunque de otro tipo, usted habla de una muy actual, la del sentimiento. Eso parece atentar contra la racionalidad de un mundo que ha enterrado a Dios y se rige por principios lógicos y científicos.
– El sentimentalismo es parte del Occidente moderno. Desde el siglo XVIII hay una dualidad entre ese espíritu científico y racional y la reacción sentimental a todo eso, que es una apología de la emoción. Ahora se plasma en una dualidad entre la revolución digital, la sociedad del conocimiento, y un sentimentalismo exacerbado:lo que yo he sentido se convierte en verdad.
– El sentimiento está detrás de muchos debates sobre identidad nacional, sexual o racial. ¿Cómo hemos llegado hasta ahí?
– Por la crisis de las instituciones que han articulado lo común y compartido:la nación, el Estado, la escuela... Ese entramado institucional es lo que está en crisis de representación, de eficacia, y se sostiene no se sabe muy bien cómo. El resultado es un 'yo' hinchado que se alza frente a todo y que no sabe con quién acompañarse. Por eso se producen fenómenos extremos, adhesiones a la carta, simples apelaciones a sentimientos sin base alguna.
– Pero los nacionalismos que se extienden por todo el mundo apelan precisamente al 'nosotros' más que al yo.
– Todo es muy complicado. Por eso invoco la importancia de acoger y convivir con los extraños, y no solo con este catálogo infinito de identidades. Una sociedad no la forman solo los nuestros. Somos extraños que se relacionan entre sí y ahí está el trabajo de la política. Debemos componer mundos comunes siendo extraños unos para otros.
– ¿Y los consuelos complacientes? Habla de eso: nada hay más satisfactorio que te den la razón. En eso las redes sociales funcionan bien:si en vez de darme la razón me criticas, te bloqueo.
– Las redes sociales triunfan porque simplifican el deseo de reconocimiento. Eso ya existía antes pero se ha exacerbado. Ahora nos dan una satisfacción rápida y sin daño. Pero las redes no son contextos comunes. Las llamamos sociales pero en realidad son muy privadas. En un mundo en que nos agobia tanta complejidad, nos dan la simplificación.
– ¿Es posible progresar, avanzar en el mundo de las ideas, sin leer o reflexionar acerca de lo que dicen quienes piensan diferente? Porque hay mucha gente que dice abiertamente que querría que desaparecieran esas opiniones.
– Antes se quemaba a quien opinaba diferente... Lo que ocurre ahora es más insidioso porque se ha delegado en nosotros mismos el papel de censores desde el ejercicio individual de nuestra libertad. Soy yo quien no quiere oír eso, se dice. Y no solo sucede en los medios. Se ve también en otros ámbitos como el académico.
– ¿A qué se refiere?
– Lo he visto en mis clases de Filosofía. Hay estudiantes que no quieren leer a determinados autores por razones diversas.
– ¿A cuáles?
– Por ejemplo, Rousseau, a quien acusan de xenofobia. Cuando se llega a eso, te preguntas qué está pasando.
– Eso se relaciona con otra de sus afirmaciones: comprender no es juzgar. Pero vivimos en una sociedad que lo confunde.
– Tomo la frase de Simenon, que diferencia entre quien investiga un crimen para descubrir al asesino y quien lo juzga. Nos hemos vuelto pequeños jueces que sin examinar las pruebas condenamos o salvamos. Eso anula la comprensión.
– Sigamos con eso y con el moralismo que, como usted denuncia, se ha adueñado de parte del pensamiento crítico. Hay principios invocados como nuevos fetiches que lo condicionan todo.
– El moralismo es la antítesis de la ética. Te parapetas detrás de unos principios para desde ahí juzgar todo de una forma más o menos mecánica. La ética, en cambio, es la posibilidad de indagar en los modos de vivir personales y colectivos y poder ver así el valor de cada forma de vida.
– ¿Ese moralismo está haciendo que nos olvidemos de defender sin un ápice de duda los valores esenciales que nos han traído hasta aquí?
– A veces se esgrime una neutralidad que es una ausencia de juicio que rehuye el compromiso. Si la neutralidad es una forma de desentenderse de los otros es algo muy cruel. La libertad debe servir para examinar qué efectos tienen las creencias y los sentimientos y cómo nos hacemos cargo de sus efectos.
– Lo que nos lleva a eso que llamamos tolerancia. Usted es muy crítica con algunas formas de la misma que, dice, solo consisten en hablar idiomas y hacer cocina y música fusión, pero no en indagar en los problemas de los demás. Vamos, que la tolerancia hace que nos quedemos con la espuma de los fenómenos.
– 'Tolerancia' es uno de los términos más banalizados. La diversidad hoy no es más que una paleta de colores. En el fondo es muy cómodo. Folclorizar la diversidad hace que no nos sintamos obligados a entrar en una verdadera relación con ese otro.
– Usted defiende la escuela como, entre otras cosas, un lugar para estar con iguales. Pero vivimos en una sociedad que aprecia de forma creciente la educación en casa y el teletrabajo, lo que reduce los lugares para estar con iguales.
– Tanto la educación en casa como el teletrabajo son dos expresiones claras de la tendencia a destruir los espacios de encuentro con quienes no hemos elegido pero son nuestros iguales. Si se destruyen esos vínculos estaremos más aislados, iremos desaprendiendo lo que es la vida social. Y eso nos desarma individual y políticamente.
– Es filósofa, profesora y también activista. Parece que quiere llevar a la práctica aquello de Marx de que los filósofos ya han interpretado el mundo y ahora toca transformarlo.
– Tengo un sentido muy colectivo de la vida social, que está hecha de todo lo que damos y aprendemos unos de otros. En esa composición de saberes, vida y afectos podemos aspirar a una transformación de la vida. Y eso se produce en un ámbito que no es solo político.
– Una última cuestión. Habla en su libro del fenómeno de la extensión de la extrema derecha en Europa y en España. Pero lo que dicen los estudios es que el número de españoles que se identifican con la extrema izquierda casi triplica a los de la extrema derecha.
– Creo que la palabra 'extrema' significa cosas diferentes por razones históricas, entre otras cosas. Equiparar ambos extremos me parece una trampa en estos momentos, por supuesto más allá de lo que ha sucedido en otras etapas. La cuestión es qué tipo de 'nosotros' plantean unos y otros. Y es ahí donde creo que no tiene sentido comparar.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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