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La UIMP tuvo que habilitar este martes un aula extra para la cantidad de público que quiso escuchar a Luis Landero en los Martes Literarios. « ... Teníamos interés en su regreso –inició el periodista Guillermo Balbona– por su sólida y coherente trayectoria a la hora de contar historias». Un regreso que coincide con la concesión del Premio Nacional de las Letras, que reconoce una trayectoria prolífica y la aparición de su último libro, 'Una historia ridícula', editada, como todas las anteriores, por Tusquets.
Landero, que odia tener jefes y no se considera un profesional de la literatura, recordó que hace más de 30 años de su primera visita a la universidad, de la que guarda «recuerdos muy agradables», entre ellos, «más de un aguardiente con José Hierro».
Landero es, en sus propias palabras, alguien que en su vida no ha hecho nada más que escribir. Nacido en una familia de campesinos en Extremadura, mal estudiante, llegó joven a Madrid. Con 15 años escribió su primer poema, y hasta los 30 que sacó las oposiciones de instituto, «me dediqué a vivir». Sabía desde el principio que «eso era lo que quería hacer», pero la vida le llevó por distintos oficios y caminos. A los 30 se convirtió en un monje de la escritura; alguien que se dedica de un modo obsesivo, gustoso y a veces tormentoso, a la literatura. Cada mañana. Sin falta. A pie de obra. «Escribir y leer es para mí como respirar». Hay que vivir para escribir, y eso puede implicar «hacer propias las experiencias ajenas». Así, quien aparentemente puede haber vivido poco, ha escrito sin embargo historias extraordinarias. Citó el extremeño a Virgilio o Kafka. Pero en su caso, reconoció, «me gusta más soñar la vida que vivirla; ese añadido imaginario me bastaba». En cierto modo, argumentó, todos seguimos soñando. «Si un día la novela muere será por asesinato y habrá allí un escritor para contarlo». No morirá porque la gente necesita que le cuenten historias. Sea alrededor del fuego, en la taberna o por teléfono. «Contamos lo que nos pasa a los demás; parece que no hemos vivido del todo hasta que contamos lo que ha pasado».
La infancia del autor, en un ambiente campesino, en los años 50, reflejaba una forma de vivir que podía haber sido similar a la del siglo XVIII. Candiles y capuchinas en lugar de luz eléctrica y mucha conversación. «No tuve libros, porque no los había, pero conocí la literatura oral, la habladuría narrativa y toda su fantasía y sobre todo, la música maravillosa de nuestro idioma». Y matiza: «Del lenguaje popular, no vulgar», porque en su casa eran «muy respetuosos y se esmeraban en hablar lo mejor que sabían». Una manera aprendida de sus mayores que «venía rebotando de los tiempos de Cervantes». Un campo de creatividad plagado de voces. Cuando el lenguaje popular y el culto «consiguen fundirse y no se distinguen los límites aparecen 'La Celestina', Rulfo, Valle Inclán, 'El Quijote'… una mezcla «afortunadísima», que da lugar a un lenguaje «rebosante de vida, ágil, creativo».
Con ese lenguaje, como si de un cantante se tratase, «encontrar el tono en el que se debe escribir es muy importante». Todo el que ha escrito, relató, sabe que en un momento dado «conecta» con lo que está contando y «escribir se convierte en una tarea magnífica en la que parece que uno escribe al dictado de una voz que debe contar la historia». Pero cuando algo le sale por oficio, más que por vocación, huye «como la peste». Aplicar lenguaje con menos brillo, más informativo, para que la novela avance, quizá, pero siempre «busco un discreto resplandor en cada página que note el lector, pero que no llame la atención».
Para Landero, a quien le dicen que tiene estilo cervantino, «Cervantes es el creador de la novela moderna, el Nilo que se desborda y anega todas las tierras». A partir de ahí, todos los escritores beben de su fuente. «Está por encima de todos; es un milagro, algo excepcional». En esa excepcionalidad, la misión del arte es, a su juicio, emocionar, abrir la mente y el alma al misterio, expresar aquello que no se puede expresar. Como lector, busca libros así. Puñetazos en la frente que rompan el mar de hielo del interior, como defendía Kafka. «Un buen libro, un buen cuadro, una buena experiencia estética, te desquicia de tus costumbres y te cambia de lugar». Tiene algo de místico.
En cuadernos cuadriculados, donde se utilizan todas las hojas, Landero ha ido escribiendo, «con los cinco sentidos», a colores distintos según avanza la corrección, sin descanso. Más de 60 se acumulan en su casa. No diarios, «porque yo no contaba lo que me pasaba a mí, sino a otros», la construcción de una relación emotiva con el lenguaje en el que plasmó recuerdos de infancia y adolescencia, sin saber bien para qué servían. Serían el germen que esbozaría sus novelas, aunque lo que tiene entre manos y escribe estos días en San Vicente, ha surgido de otro lugar.
«A la escritura lleva a la insatisfacción, no lo contrario». El hombre feliz no fantasea, como decía Freud. Landero considera no haber cambiado nada en su afán perfeccionista a la hora de escribir, sin el éxito como aspiración. «Tengo la misma autoexigencia que tenía de joven» y hasta cierta edad quiso escribir la página perfecta, cultivando para ello, con el esfuerzo que requiere el oficio, la imaginación, que se entrena a diario, como el don de narrar, pero ambos «vienen mucho de fábrica».
Ante nuevos modelos de escritura que huyen de la complejidad sintáctica, tiene la impresión «de que se ha abaratado la literatura». En otra época, escritores, columnistas, filósofos, profesores o instituciones «tenían más prestigio». Pero todo esto, desde el año 2000, va desapareciendo. «Hay un proceso de degradación que hace que el mundo intelectual se haya difuminado». El mundo de las humanidades «ya no es necesario, no hace falta», lamentó.
«Tienes que ser alguien de provecho en la vida», le dijo su padre –que tuvo una novia santanderina– a un joven Luis Landero. «Cuando apareció el fantasma del futuro, ya estaba obsesionado con ello». Tenía 16 años cuando su progenitor falleció. Trabajaba en una fábrica y un primo suyo que quería ser torero «pero no tenía suficiente valor», le dijo que ser oficinista era una pena de vida. «¿No es mucho mejor la guitarra?», le preguntó. «¡Y dónde iba a parar!, pensó él. Con la complicidad de su madre intentó lo de la música con cierto éxito. Era «un guitarrista competente», que hasta acompañó a Manzanita.
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