Repaso lo que se podrá hacer o no en la fase 2 del estado de alarma en la que entraremos, como alumnos aventajados, el próximo lunes. Veo que seguirán prohibidos los desplazamientos entre provincias, que esa libertad de movimientos no llegará hasta que alcancemos la ' ... nueva normalidad'. En teoría, si todo sale bien, el 22 de junio podré coger el coche y atravesar la meseta desierta o conducir sin pausa hasta Galicia o montarme en un autobús para ir a Zaragoza.
Allí, a Zaragoza, hubiera ido este mayo a recitar unos poemas con Olalla Castro. Como nunca me invitan a ningún sitio, me hacía ilusión. Íbamos a leer poemas en un lugar llamado Las Armas. Me llamó David Mayor, el poeta con las patillas más grandes de España. Tengo un libro suyo subrayado aquí en mi mesa: «¿Quién escribirá los poemas necesarios? / ¿Quién sabrá callarse?». Aragón tiene unos escritores estupendos. Manuel Vilas, sí. También Ángel Gracia, autor de 'Campo Rojo' y poseedor de una carcajada que escucho desde Santander cuando se ríe. Y Jesús Jiménez Domínguez, poeta al que admiro y que escribió, desde el centro psiquiátrico en el que trabaja, una de las mejores cosas que he leído del confinamiento. A todos los tengo descuidados, supongo que no hay tiempo en la vida para todo. A Zaragoza iré, si se puede, a finales de año. De momento estamos así, como viviendo en islas. No me pesa, de momento. Pienso que, si fuera necesario, podría estar de esta manera el resto de mis días y que la vida se seguiría desplegando ante mí con todo su misterio.
Recuerdo a una señora con la que hablé en la isla de Tenerife. Hace muchos años ya de aquello. Tendría ella más de sesenta años. Hoy, si sigue viva, será una anciana. Regentaba un pequeño bar en el pueblo de Taganana, situado en el extremo oriental de la isla. Entre allí acalorado a pedir una cola-cola. Me preguntó de dónde era. Le dije que de Santander y me respondió: «Ah, la península«». Seguidamente me confesó que nunca había salido de Tenerife. Aquello, con la ignorancia mía de la juventud, me pareció un retraso. No pude evitar que dentro de mi mente se abriera paso un condescendiente y arrogante: «Pobre mujer». Para hacerle ver que tampoco era tan grande aquello que se estaba perdiendo, comencé a ensalzar las virtudes de lo que ella tenía. Le hablé de la belleza del lugar en el que ella vivía y le dije que me había gustado mucho la zona de Masca, en el otro extremo de la isla. La señora me miró sonriendo, sin asomo de insatisfacción, y me dijo: «Ah, Masca, sí, me han dicho que es muy bonito».
Sigue aquí este Cuaderno de Excepción.
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