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Tras el éxito de su novela ‘Las Rosas de Stalin’, Monika Zgustova visita Santander este lunes 16 de octubre para participar en una mesa ... redonda sobre el oficio literario, con motivo del Día de las Escritoras. La cita será en el salón de actos de la Bibioteca Central de Cantabria, a partir de las 19:30.
Monika Zgustova es una escritora y periodista nacida en Praga pero afincada en España desde los años ochenta. Como traductora, ha vertido al castellano más de medio centenar de obras en ruso y en checo –entre otros, de Kundera o Havel–, y su labor ha sido reconocida con el premio Ciudad de Barcelona. Autora de seis novelas, su último libro, ‘Vestidas para un baile en la nieve’ (Galaxia Gutenberg, 2017) es una obra de no ficción en la que recoge los testimonios de nueve mujeres supervivientes de los gulags, el sistema de campos de concentración de la dictadura soviética.
–Su libro habla de represión y de violencia, pero en realidad trata de la libertad y de la búsqueda de la belleza. ¿Cómo es posible?
–A mí también me costó entenderlo: las mujeres que conocí vivían en un mundo terrible, pero intentaron con todas sus fuerzas que fuera distinto. Y cualquier pequeño detalle las rescataba del horror. Podía ser la nieve sin pisar, la puesta del sol o recitar un poema o un cuento; con ello lograban, aunque fuera parcialmente, vivir en una realidad más elevada, tejida de amistades, de belleza y de cultura. Incluso en un gulag.
–La cultura ayuda a sobrevivir, asegura…
–Me di cuenta de que las mujeres sin interés por la cultura duraban apenas meses en el presidio; pero las que tenían mayor formación e intereses culturales podían crear una realidad paralela en su interior. Eso las protegió.
–Son ‘sus’ nueve mujeres. ¿Se enamoró de todas?
–Pues sí; quiero a Zayara, que después de relatarme cómo se enamoró en el gulag, me dijo: «y el resto de mi vida ya no tiene ningún interés: casarme y trabajar». Y a Susanna, tan fiel a su novio disidente. Y a Elena, que empezó a estudiar a los cuarenta años y se convirtió en una de las mayores especialistas en cibernética. Y a Irina, hija del último amor de Pasternak. Son todas magníficas, las quiero a todas. A la historia de amor de Valentina con un americano incluso le dediqué una novela.
–Pero escribe que nunca se rehabilitaron del todo…
–Varias, como Natalia, se tuvieron que exiliar. Otras siguieron viviendo en la Unión Soviética, pero no entendían la sociedad: habían cambiado tanto en el gulag que luego ya no podían compartir nuestras pequeñas alegrías, como salir a cenar o a escuchar jazz. Todo les resultaba superficial.
–En el Gulag estaba prohibido escribir. ¿Tal vez fuera esta la mayor crueldad?
–Era muy cruel, pero ellas encontraron formas de eludirlo. Cuando no tenían con qué escribir, simplemente memorizaban sus poemas o incluso sus pensamientos. Llegaban a tener una memoria prodigiosa y retenían miles de versos. Una vez liberadas, lo transcribían. Lo mismo hizo, por ejemplo, Aleksandr Solzhenitsyn.
–En el libro relata que tuvo noticia de estas mujeres en 2008, y las fue conociendo durante varios años. ¿Cuando las entrevistó ya tenía en mente este libro?
–En absoluto; al principio me cautivaron sus historias por el enorme interés humano que tenían, pero no pensé en ir más allá de un artículo. Pero mientras recogía los testimonios se lo comenté a mi madre, y su interés iba creciendo cada vez más. Fue ella quien me sugirió que escribiera sobre ellas, pero yo pensaba que los lectores querrían leer cosas más alegres. Pero me convenció cuando me dijo: «El mundo debe saber cómo fue el gran sufrimiento de las mujeres en los países del Este». Y le hice caso.
–¿Por qué apenas se habla del ‘otro holocausto’, si los gulags causaron muchas más muertes?
–Es que los soviéticos eran los ‘buenos de la película’, porque habían ayudado a ganar la guerra al nazismo. Y luego toda su propaganda hizo creer a muchísima gente que su sistema era socialmente mejor, en comparación con el capitalismo occidental. Pero lo gulags no eran un problema a escala mundial, sino algo interno, o como mucho de la Europa del Este.
–Y entretanto, los intelectuales de la izquierda europea miraban para otro lado…
–Peor: durante muchas décadas crearon un estado de opinión favorable. Algo lamentable, de lo que habría que hacer un ejercicio de memoria histórica. En Francia ya se ha hecho, pero en España, por ejemplo, no.
–Y, ¿de qué sirvieron tanto dolor y tanta maldad?
–Absolutamente para nada. El mundo no cambió para mejor, en ningún sentido. Fue un sufrimiento inútil.
–Usted es de origen checo. ¿Rusia era realmente el foco cultural sobre el que orbitaban los países satélites?
–En los países del Este teníamos dos culturas: la oficial sí que giraba en torno a lo ruso, pero la no oficial, la que quería consumir la mayoría de la gente, era la occidental, a la que era muy difícil acceder, pero nos las ingeniábamos para acceder a ella.
–Los checos también tienen su propia historia de sufrimiento. Tal vez, incluso, en clave familiar.
–En los años cincuenta, la policía política detuvo varias veces a mi padre. Era un joven ayudante de profesor, y le torturaban para que se convirtiera en confidente, un espía dentro de la universidad. Mis padres sufrieron terriblemente. Yo por suerte no viví esa represión hasta la invasión soviética, cuando mi familia empezó una nueva vida en Estados Unidos.
–Y después, en España. En Barcelona, en concreto.
–Sí, vine en los ochenta y ya soy casi más de aquí que de allí.
–¿Le pregunto sobre el tema candente?
–La verdad es que aquí no se habla de otra cosa. La gente está muy asustada, a todos los niveles. Cuando vives con inseguridad durante mucho tiempo, necesitas una buena noticia. Pero no llega.
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