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J. R. SAIZ VIADERO
SANTANDER.
Jueves, 7 de noviembre 2019, 07:17
«Habrá un día que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad». (J. A. Labordeta)
El email matutino, abierto a las ... buenas y malas nuevas, ha despertado mi mente todavía aletargada ante la previsión de un cúmulo de compromisos de esta mi anticipada postumidad. Súmale uno más, y este con urgencia, porque ha fallecido José de la Colina.
Tengo sobre la mesa la recuperación de una serie de escritos destinados a rendir un homenaje desde Cantabria a Luis Buñuel, y entre la decena de generosas colaboraciones aceptadas se encuentran en lugar preferente las enviadas por José de la Colina, a quien considero el último discípulo del director aragonés cuyas vacaciones juveniles transcurrieron en tierras pasiegas.
Conocí personalmente a José de la Colina Gurría (Santander 1934-México D. F., 2019) harán diez años, compartiendo mesa y mantel en la ciudad que le acogió después de la guerra civil. Siendo un niño, el exilio le había llevado con su madre Concha y su hermano Raúl, futuro arquitecto, de la placidez belga a la dictadura dominicana y de allí, ya reunido con su padre, a la hospitalaria mexicana auspiciada por el presidente Cárdenas.
No era a la hora recibida la noticia que yo esperaba de parte de Colina. Pese a que conocía su delicado estado de salud que le había impedido aceptar mi invitación de viajar a España, desde que en el año 2009 falleció Eulalio Ferrer en los cenáculos culturales de aquella república se rumoreaba que su sucesor en el sillón de la Academia Mexicana de la Lengua iba a ser otro santanderino. Digo su sucesor, que no su sustituto, porque la obra de ambos era bien diferente; aunque ambos procedieran de la misma localidad española y pertenecieran a la última generación exiliada, la prosa castellana y cervantina del primero difería completamente del espíritu surrealista de quien ahora nos deja para siempre, aunque sus libros permanezcan con nosotros, dentro del desconocimiento español hacia todo lo que se relaciona con el exilio.
Aquella comida fue suficiente para establecer una estrecha relación entre nosotros, siguiendo afinidades y compartiendo amistades cántabras por él siempre añoradas como son Paulino Viota y Guadalupe Güemes, y su primo el ingeniero Ángel de la Colina, además de los correligionarios sentimentales que su padre, el dirigente anarquista Jenaro de la Colina, aún pudiera tener, como es el caso del profesor Roger Olavarri. Con la desaparición de José de la Colina (también llamado Novel) continuamos cerrando la trilogía literaria de los benjamines cántabros de nuestra diáspora del 39: la poetas y profesora torrelaveguense Francisca Perujo, que partió siendo una bebé, el inclasificable Colina, coetáneo suyo, y el poeta, novelista y jurista Gustavo Soler Camino, que apenas les superaba en dos años. He dicho inclasificable, porque dentro del mundo surrealista de Colina también se encerraba una dedicación a la crítica y al estudio de la cinematografía que supo anudar su breve tránsito hispano, su cultura francesa y sus vivencias aztecas. Con los tres tuve ocasión de compartir momentos muy agradecidos, bien fuera en Santander, México D.F. o Buenos Aires. También de dar a conocer en su tierra algunos de sus trabajos, y solamente me queda pendiente el trazar el triángulo con la obra de Colina. Lo cual espero que sea muy pronto, lamentando que no haya llegado a verlo él mismo.
Pero, como también podría suscribir su verbo, esas son las cosas del directo, de seguir la vida en directo, con sus trancas y sus barrancas, con sus alumbramientos y sus necrológicas.
Precisamente, sin apenas cerrar el archivo me llega otro deceso: el del crítico musical Ricardo Hontañón, de la saga de los Ontañones que, como diría el también exiliado Santiago Ontañón, no tuvieron que empeñar la H para poder sobrevivir. Con Ricardo tuve buena amistad en momentos irrepetibles, cuyo relato daría para mucho y muy sorprendente. Pero la personalidad de R.H. es un 'altra storia', y plumas habrá que con mayor autoridad que la mía den cumplida cuenta de sus valores.
En lo que a mí se refiere, quede aquí constancia de cómo empezó la crónica de una luctuosa jornada, cuando el invierno parece llamar a nuestras puertas de una forma anticipada, llevándose parte de nuestros recuerdos sentimentales.
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