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Vivimos una época en la que el arte contemporáneo parece alejarse cada vez más de la ciudadanía. Quizás siempre fue un poco así, por eso de la 'vanguardia' (etimológicamente 'ir por delante'), o sencillamente por la falta de la educación necesaria, de un mínimo de ... formación que nos aporte claves para interpretar y valorar lo que los artistas desarrollan hoy, como respuesta a la vida y el mundo que vivimos. O sencillamente porque apenas se siembra la sensibilidad, la empatía por lo que hace el otro, por entender su propuesta y acercarse a lo que quiere comunicar. Sucede algo tan insólito como que ni siquiera las galerías visitables gratuitamente reciben a penas interesados o curiosos, lo cual es más que preocupante y analizable.
Ya bien guardadito el arte contemporáneo en intimidantes cubos blancos o aparatosos palacios arquitectónicos, el arte público es muchas veces el único acercamiento que mucha gente tiene a los artistas de su tiempo. Por un lado, hay un arte callejero, libre, que se cuela discretamente por los intersticios institucionales, con más o menos sutilidad, y que a veces solo llega a miradas atentas, pero llega y llena nuestras calles de contenido fresco y vivo. Por otro lado, está el arte público que puebla nuestras calles a través de las diferentes instituciones en el poder. Esto puede ocurrir con mayor o menor consenso, suscitar más o menos polémica, y es, realmente, muy complicado tomar decisiones al respecto. No quiero entrar en los que llamamos monumentos de tipo conmemorativo, con el problema de la memoria histórica de por medio, pues su complejidad excede el propósito de estas líneas, pero ahí está.
Dentro del arte público gestionado desde la institución, está el que se acomete con una intención estética clara (aunque sepamos que todo es siempre político), con el propósito de dar voz a los artistas en el lienzo de nuestros pueblos y ciudades, en el escenario común que todos vivimos cotidianamente. En este caso, normalmente (o así ha de ser) se cuenta con profesionales en el campo del arte que intentan hacer un trabajo digno asegurando calidad y pertinencia. Era modélico el caso del programa Desvelarte, que tantos murales maravillosos nos ha dejado, en el que la propuesta de sus programadores se cotejaba inexcusablemente con los vecinos que iban a ceder la fachada, lo que generaba un proceso bastante democrático muy interesante. Son obras que nos acompañan día a día, más allá de los gustos personales no pueden ser agresivas, tienen que dejarnos mejor que cuando llegamos a ellas, es arte público, para todos, y se puede hablar de todo dentro de un respeto estético.
Hace dos meses que nos acompaña en la ciudad 'Carlota', la obra de un artista fundamental en la historia reciente del arte español, Jaume Plensa, a quien la UIMP ha nombrado doctor honoris causa. Personalmente, su trabajo me parece, desde el principio, potente, hermoso y muy interesante, de contenidos esenciales y profundos, muy necesarios para el tiempo que vivimos.
Parece ser que mucha gente quiere que Carlota siga un tiempo más con nosotros. Ayer, delante de ella, cometía el vanidoso atrevimiento de pensar «a quién no le va a gustar este alarde de técnica y belleza que inspira tanta paz y recogimiento en un mundo tan dislocado como el que vivimos, da tanto gusto mirarla…». Claro que hay opiniones para todo, y muy respetables siempre. Pero para mí sería muy bonito, y creo que bueno para ese gran proyecto cultural de nuestra ciudad, que se trabajara desde donde corresponda la posibilidad de prolongar la cesión de Carlota y que la trasladasen a un lugar idóneo, rodeada de naturaleza, junto al mar, que favoreciera su contemplación y disfrute.
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