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Hago un sondeo rápido y tecleo en internet: «museos de Santander». Tras los buscadores de hoteles, aparece una guía oficial con una relación de espacios encabezada por el Museo Menéndez Pelayo y el Museo de Arte Moderno, los dos (y alguno más) ilustrados con fotografías ... y un plano del Real Sitio de la Magdalena. Seguramente la página se encuentra en obras, igual que los museos de la smart city, cuya reconstrucción empieza a recordar ya la época de las catedrales, pero en Santander estamos acostumbrados a esperar. Además, ahora vivimos confinados en las pantallas y nuestra mirada sin cuerpo prefiere no tocar lo real, como puso de manifiesto la experiencia inmersiva sobre Van Gogh pero sin Van Gogh en el Palacio de Exposiciones. La realidad nos atrae cada vez menos, así que cuanto más virtual sea la propuesta, más seducción y más audiencia.
Por otro lado, los museos han perpetuado un modelo de memoria excluyente que funciona como soporte estético y moral del poder, que tiende a confundir el número de visitas con el de votos. El lema del ICOM para 2022 lo dice alto y claro: «El poder de los museos», por si quedase alguna duda. Su misión, como la del resto de dispositivos de normalización (la cárcel, el hospital, la escuela…), no es solo conservar, investigar y exponer, sino instruir públicos y producir subjetividad de acuerdo al canon dominante.
Deseamos instituciones inclusivas, pero la visibilidad por la que tanto luchamos no nos ha proporcionado emancipación alguna. El trabajo de la cultura es profundamente precario y, después de las labores domésticas y de cuidados, presenta uno de los mayores índices de actividad no remunerada. La paradoja es que hoy se pide a los museos que funcionen como empresas y a los artistas y trabajadores de la cultura como empresarios, todo en aras de eso que llaman sostenibilidad. Para recaudar fondos, varias pinacotecas se han lanzado a la conquista del ciberespacio y están empezando a vender archivos NFT de sus colecciones.
Aunque la existencia en las redes y entornos virtuales parece la única salida, confío en que sigan existiendo lugares a los que poder acudir, donde se cuiden las distintas formas de expresión artística y a las personas que trabajan para ellas. Puede que la tarea de los museos en el futuro resida precisamente en recuperar los cuerpos y hacer comunidad junto a ellos, escuchar más y mejor, repensar lo público y reflexionar sobre qué historias deben ser contadas y de qué modo hacerlo. Hasta que eso ocurra, habrá que seguir fantaseando con un «museo imaginario», sin techos ni paredes como el de André Malraux, tal vez porque la única institución posible sea nuestra propia imaginación política.
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