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Javier Dale Becedóniz
Lunes, 11 de enero 2016, 17:37
Inabarcable. Quizá el único calificativo que pueda hacer justicia a David Bowie (Londres, 1947-Nueva York, 2016) sea precisamente inabarcable. Sondear en la obra del músico (y productor, y actor, y arreglista, y) es lanzarse a un océano. Nacido al éxito en la psicodelia y ... encumbrado en el glam antes de lanzarse a la sofisticación en sus años de White Duke, Bowie no fue quizá la cumbre de nada, pero estuvo en la raíz de casi todo. Fue germen de la transgresión, de la transexualidad, de la trascendencia. De la transversalidad, en definitiva.
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Desde Ziggy Stardust, a su álbum casi póstumo, Blackstar , Bowie trepó por diferentes espacios de la música y la expresión plástica el concepto performer parece pensado para él-llevándolos por caminos diferentes. Tal vez no hasta cotas insospechadas, pero sí hasta rincones inesperados. De Life on Mars a Heroes, la carrera de Bowie siempre dejó eco. Su camaleónica personalidad abría caminos que profundizaban otros, con un espíritu más próximo al de explorador que al del completista. Como el habitante que fue de un multiverso, el suyo propio, en el que quedarse siempre tenía menos sentido que llegar.
Bowie no fue sólo lo que hizo, sino lo que tocó. Tranformer, de Lou Reed, no hubiera sido sin él y sus coros en Satellite of love. Fame no hubiera sido posible sin John Lennon, pero tal vez la autoestima musical de Lennon, recuperada tras su Lost Weekend, no hubiera sido sin Fame. Por no mencionar a Iggy Pop, en los años de exceso y en la redención berlinesa, de la que surgió Heroes . Y por definitivamente popular, Under pressure, la unión de Queen y Bowie, no necesita añadidos.
Bowie, no obstante, tuvo sus sombras. En los 80, como otros compañeros de generación, -Lou Reed, los Stones-, se mostró disperso y errático. Sirva como ejemplo la versión, y sobre todo el videoclip, de Dancing in the streets, al alimón con con Mick Jagger. O su participación como rey de los Goblins en Dentro del laberinto, cinta dirigida por John Henson, creador de los Muppets (Teleñecos en España) que, dentro de lo que cabe, sirvió al menos para engordar la memoria sentimental de la generación que ahora encara los 40, y algunas posteriores.
Tal vez por ello, en la década de los 90 Bowie adoptó una pose más moderada, más próxima al artista y al intelectual, que resultó realmente convincente. Quizá porque más que pose, era actitud. Y con el descenso del fluir de su actividad, arrancó el fluir de la influencia. Hay parte de Bowie en Placebo , como hay parte de Bowie en tanta música de la década, sin olvidar la versión de The man who sold the world que llevó a cabo Nirvana en su Unplugged. No exenta de discusión: versionar a Bowie siempre fue un problema, porque suponía versionar una de sus caras. Tal vez porque nunca existió una mejor versión de Bowie, de todos los Bowies, que él mismo. Por eso el retrato que Jonathan Rhys-Meyers compuso de él, o de su trasunto Brian Slade, en la película Velvet Goldmine (1998), y que pretendía ser un relato de los años del glam, fue escaso. Bienintencionado, pero escaso.
De la vida de Bowie se podría decir que fue una reencarnación constante, si no fuera porque nunca murió. Ni siquiera ahora. Porque, en última instancia, Bowie fue una forma de existir. Completa, compleja y múltiple. Sin límites ni reposo. La muerte, de alguna manera, no tenía que ver con él. "Celebremos su vida, su inteligencia, su genialidad y su peculiar gusto para vestir", apuntaba la crítica de música y fotógrafa @thelostdreamer en Twitter.
Y sí, tiene razón. Eso es, al final de todo, David Bowie. Una celebración de la existencia, de la diversidad, hasta de las contradicciones. Ese, y no otro, es su legado.
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