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any warhol
Miércoles, 13 de enero 2016, 16:27
Hay composiciones musicales que levantan la libido hasta al difunto más veterano. Temas que son considerados himnos imperecederos tanto aquí abajo como en el reino de los cielos, allí donde se encuentran grandísimos artistas que nos dejaron antes de tiempo.
En un salón inmenso y ... repleto de gatos suenan las primeras notas de 'Bohemian Rhapsody'. Freddie Mercury interpreta al piano su obra maestra con la que, según cuentan, salió del armario. «This is the real life?». Afortunados los presentes en este concierto porque van a disfrutar del artista en su máximo esplendor. Al parecer, en vida, el intérprete, que no se consideraba un virtuoso con el piano, odiaba tocar este tema por temor a equivocarse con las teclas. Y la pasión por los gatos la arrastra desde hace años. Su casa estaba rebosante de retratos de felinos e incluso cuentan que hablaba con ellos por teléfono, pero esto último no lo podemos confirmar.
En una sala contigua una voz femenina canta a capela 'Valerie'. Es ella, la indefensa y extrañamente imponente Amy Winehouse, que coqueteó tanto con las drogas que acabaron declarándole amor eterno. Dejó los fantasmas en tierra para deslumbrar arriba como un brillante recién pulido. Se le ve disfrutar, como cuando amaba la música por encima de todo. No parece la misma persona que subió al escenario en Belgrado y que consiguió avergonzar al público con su triste comportamiento de marioneta de la cocaína y las botellas de vino.
Entre el público, un melenudo pide fuego. Es un guaperas que viste con chupa de cuero e intenta hacerse a una rubia. «Come on baby, ligth my fire», la dice. Lo siguiente ya se lo imaginan. Morrison, ¡cuánto tienes que aprender! Observa la siguiente escena. Un tipo sencillo y modesto susurra al oído de una joven la dulce melodía de 'Love me tender'. Lleva uno de los trajes que le confeccionó el sastre de Frank Sinatra y un tupé sin un solo pelo a la intemperie. ¡Qué afortunada! Antes de terminar la primera estrofa ya la tiene en el bote. «Por eso querida te amo», es lo último que se le escuchó cantar a Elvis Presley antes de llevársela a una zona más oscura.
¿Creían que por llegar al cielo iba a cantar canciones corales? No. El pupilo aventajado del grunge, Kurt Cobain, está en un pequeño escenario con la misma camisola del aquel concierto en Boston del 92 cuando improvisó, o eso quieren hacernos creer, la canción 'More than a feeling'. Las malas lenguas dicen que estaba tan colocado que no recordaba ni los acordes de sus propios temas. Pero eso es pasado, lo que sucede en esa minúscula sala es magia. Kurt ha interpretado tema por tema 'Nevermind' y ahora suena el riff principal de 'Smells like teen spirit'. No tiene que disimular porque atina a la primera. Los ángeles saben lo que viene y comienzan a enloquecer. Para cuando llega el estribillo, la orgía que hay montada es monumental. Mañana será otro día...
Apartado del celestial ruido de Nirvana se encuentra John Lennon. Está tumbado en una cama de impolutas sábanas blancas y toca 'Imagine' con la única compañía de una armónica. En una de las paredes de la habitación tiene colgada la litografía erótica del cunnilingus que el artista dibujó en honor a Yoko Ono y que le costó una querella por «obscena» en 1970. Lennon, que lleva las gafas redondas que le inspiró Buddy Holly, está esperando a que Elvis acabe la faena para confesarle que las composiciones de la banda de Liverpool estuvieron muy influenciadas por su música.
Al doblar una esquina llama la atención un cartel luminoso en el que aparece Marilyn Monroe tumbada boca abajo, desnuda, y con el culo en pompa. En el trasero, a modo de tatuaje y con letra Times New Roman, pone: Welcome to Rat Pack. Las cortinas rojas de acceso hacen presagiar que dentro de la sala hay una juerga libertina en toda regla, pero curiosamente todo parece en calma. Alrededor de una mesa redonda Frank Sinatra, Dean Martin, Sammy Davis Jr. y el cuñado de John F. Kennedy, el actor Peter Lawford, que tiene sentada sobre sus piernas a Judy Garland, juegan al póquer muy concentrados. «Straight flush» (escalera de color), grita satisfecho Sinatra. «What the hell...? (¡pero qué cojones...!)», le espeta Martin tirando sus cartas sobre el tablero y levantándose a por otro Dalmore del 43. Sinatra, que aún no ha tenido suficiente regocijo, sube encima de la mesa de un salto y comienza a cantar «and more, much more than this I did it my way...».
El último concierto de la noche lo ofrece una de las mejores voces blancas del blues: Janis Joplin. En una sala de cortinas doradas y grandes cojines en el suelo canta 'Piece of my heart' poniendo la banda sonora al encuentro pasional de una joven pareja que yace en el suelo y que llega al clímax cuando Joplin grita «come on, come on, come on and take it». Menudo empujón. «Hago el amor con 25.000 personas en el escenario y luego vuelvo a casa sola», solía decir Joplin apenada por la soledad. Queda el consuelo de que allí tiene garantizada la buena compañía.
Uno de los asistentes es Michael Jackson, que mueve la cabeza asintiendo cada palabra de Janis. Tiene el vello de punta. Él actúa el fin de semana que viene junto a Hendrix, James Brown, Ray Charles, Bob Marley, Buddy Holly, Otis Redding y Frank Zappa. Bienaventurados los presentes en el reino de los cielos.
En el salón más grande de todos se encuentra Dios rodeado de ángeles. No hay música, ni baile, ni aplausos. Nada. Caras largas y algunas mejillas mojadas. «Señor, no creíamos que fuera a venir tan pronto», dice uno de los ángeles. «Lo sé, como muchos otros, pero actuaremos como siempre», espeta Dios. «Viene un genio entre genios», dice otra voz por lo bajo.
Se oyen pasos y chasquidos de dedos. «Ya llega». Es él. El creador de Ziggy Stardust entra en la enorme habitación vestido de riguroso negro, silbando 'Lazarus', el regalo de despedida que dejó para el aliento de los mortales, se detiene y sonríe alzando los brazos. «Bienvenido, señor Bowie».
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